El NYT publicaba hace unos días un mapa un tanto aterrador:
El mapa es un análisis del número relativo de viviendas que las áreas metropolitanas de Estados Unidos necesitan para acomodar su población, viendo las cifras de crecimiento y oferta disponible. Lo que vemos es que, en casi todas las ciudades del país donde la economía crece a buen ritmo (e incluso en zonas donde no lo hace) hay un desajuste considerable. No hay suficientes casas, y los precios están haciendo esto:
Parece un tanto obvio que hay una conexión entre estas dos variables, y que una buena manera de solucionar las subidas de precios en lugares donde hay más demanda que oferta es construir más casas.
Lo fascinante es ver como esto no ocurre a ras de suelo.
Los artistas
Al principio, ese puñado de artistas que se mudó a la ciudad parecían inofensivos. La fábrica llevaba décadas medio abandonada, una reliquia del pasado industrial de la región. Era un edificio de ladrillo, sólido, con techos altos y grandes ventanales, con varios pisos con amplios espacios abiertos típico de las instalaciones pre- electrificación. Los intentos de convertirlos en oficinas sólo habían atraído un puñado de ONG despistadas, así que los alquileres eran bajísimos. Eso los hacía más que atractivos para los licenciados de bellas artes de la universidad local, refugiados de otras ciudades más caras, y gente que quería poder pintar sin perseguir ventas a la desesperada para cubrir gastos.
Los artistas le dieron vidilla a la fábrica, y también al barrio. Una cafetería ecológica, sostenible y orgánica abrió al final de la calle. Una tienda de patinetes y bicicletas apareció en la otra esquina.
La ciudad era aún un tanto pobre y mugrienta, así que entre la tasa de crimen y el desorden general no es que cambiara gran cosa. Aun así, los artistas empezaron a alquilar pisos. Algunos propietarios avispados aprovecharon para renovar alguna vivienda que tuvieran vacía para los más exigentes.
Los hipsters
No pasó demasiado tiempo antes de que abriera el primer bar. La ciudad aún conservaba alguno de sus bares, donde gente local bebía de vez en cuando y cover bands de los Eagles tocaban los fines de semana, cierto. Incluso el Palace Theater, abierto por el propietario de la vieja fábrica abandonada a principios del siglo XX seguía malviviendo, ofreciendo musicales de vez en cuando (CATS) y algún concierto de viejas glorias, estilo Lee Greenwood o algo peor. Pero este bar era distinto, con cervezas artesanales, juegos de mesa, y conciertos de grupos indie minoritarios pero en auge salidos de los rincones más oscuros de Spotify.
El bar nuevo animó las cosas bastante, y empezó a atraer a gente con gafas de pasta y cuentas de TikTok recién salidos de la universidad. Tenían trabajos más o menos bien pagados, fuera en una ONG local, fuera en alguna oficina en los suburbios, pero se mudaron a la ciudad porque había buen ambiente, pisos baratos, diversidad y cosas que hacer. Algunos de ellos tenían sueños del estilo de abrir una panadería francesa, o una tienda de libros, o hacer de freelance como diseñador gráfico.
Los más peligrosos querían abrir un restaurante.
La escena
No sé si os habréis dado cuenta de que en la mayoría de las ciudades las tiendas de electrónica, o zapaterías, o ferreterías no están dispersas por toda la ciudad, sino que tienden a concentrarse. A la gente le gusta comparar, así que dos tiendas que vendan lo mismo juntas atraerán más tráfico que si estuvieran separadas.
El primer bar había sido un aviso; el restaurante fue la confirmación. En la ciudad había entretenimiento. Pronto abrieron unos cuantos bares y restaurantes más; más artistas, cafeterías, mecánicos de bicicleta llegaron con ellos. Se mudó más gente joven, la clase de profesionales y universitarios con ganas de descubrir cosas y trabajar en empresas diferentes. Pronto empezaron a proliferar start ups quijotescas y oficinas de empresas medianas buscando edificios con carácter a buen precio.
Toda esta gente necesitaba dónde vivir, por supuesto. Y en algún momento la ciudad empezó a quedarse sin edificios vacíos que rehabilitar.
La guerra
El detonante es, casi siempre, una compañía tradicional (una aseguradora o algo parecido) que decide trasladar sus oficinas de los suburbios al centro. Los jóvenes quieren sitios creativos y con energía. Sí, la ciudad aún tiene tiroteos de vez en cuando, pero tiene carácter. Vamos a comprar dos fábricas abandonadas enormes, o los antiguos terrenos de la central eléctrica, o los muelles abandonados del puerto, y construiremos un campus nuevo ecológico, sostenible y demás.
De repente, hay 2.000 personas más buscando dónde vivir en la ciudad y alrededores. Y los nativos, artistas y hipsters de primera hornada empiezan a estar hartos.
La ciudad, dicen, es especial, tiene carácter, por los edificios, por su geografía, por su historia. En los últimos años, sin embargo, tenemos todos estos pijos, yuppies y turistas que vienen con montañas de dinero y compran casas, sacando a la gente del barrio. Tienes a especuladores que invierten en múltiples viviendas, echan a los inquilinos de malos modos, las renuevan, y las venden o alquilan al triple del precio anterior. Toda esta avaricia está rompiendo nuestra comunidad, todo lo que la hace especial. Basta.
Tras manifestarse delante del ayuntamiento, pegar gritos a la comisión de urbanismo, y coser a abogados a una inmobiliaria que quería construir un edificio de cuatro plantas porque no era ecológico ni tenía suficientes plazas de aparcamiento, la ciudad deja de crecer al ritmo de antes. Cualquier proyecto nuevo se encuentra con un montón de oposición local. Keep our city weird. No más especulación.
La gentrificación
El problema es que la ciudad ha cambiado, y ahora resulta ser un lugar estupendo. Los activistas locales preocupados por el carácter de la ciudad están haciendo todo lo posible para protegerla, pero la demanda para mudarse a ella sigue creciendo. Aunque los especuladores no pueden construir viviendas de lujo, las viviendas que están disponibles en la ciudad siguen siendo atractivas ya que la gente quiere vivir en ella. Así que los hipsters más pudientes que quieren mudarse simplemente ofrecen más dinero por ellas… y los precios empiezan a subir.
Empieza la gentrificación, el proceso por el cual la población de una ciudad o barrio empieza a ser desplazada por la subida del valor de la vivienda y el precio de los alquileres. Si la economía local está creciendo, este proceso suele acabar con un montón de edificios de principios del siglo XX meticulosamente restaurados, edificios multifamiliares reconvertidos en una sola vivienda para ricos, y un montón de artistas, músicos, y frikis variados mudándose a otra parte porque ya no pueden permitirse los alquileres. La cafetería de la esquina se convierte en un Starbucks, la tienda vegana da paso a un Whole Foods, y la tienda de bicicletas ahora vende el equivalente a pedales de un BMW.
En el peor de los casos, la ciudad pasa a ser aún más disfuncional de lo que era antes, ya que las fuerzas anti- todo lo que hacen es contener la gentrificación a un barrio y prohíben que nadie haga nada en el resto. Acabamos con un municipio más segregado que antes, donde nada puede crecer orgánicamente porque lo hemos prohibido, y con un barrio caro y exclusivo, pero sin vitalidad alguna, en un rincón.
Rompiendo este ciclo
Hay un truco muy ingenioso para evitar que todo esto suceda. Esto:
Básicamente, hay que construir viviendas para acomodar a los recién llegados. Si la ciudad resulta ser súbitamente más atractiva porque tiene buenos restaurantes, carriles bici, artistas, un montón de start ups, trenes y aviones, pues lo mejor que pueden hacer sus responsables para evitar que se gentrifique es permitir que se construyan muchos edificios, para mucha gente, allá donde exista un solar vacío.
Y lo más importante, viviendas a precio de mercado, sin historias raras de control de precios y alquileres. La gente con dinero que se quiere mudar a la ciudad puede escoger entre comprar una casa con carácter así histórica y renovarla, echando a los inquilinos, o comprar un piso nuevo en estos edificios de lujo que están construyendo nuevos. Casi siempre escogerán lo segundo (porque renovar edificios viejos es un suplicio), evitando desplazar a los locales. Es lo que Noah Smith llama “peceras para yuppies”; edificios donde la ciudad puede almacenar a los gentrificadores para evitar que se escapen y se coman el resto de la ciudad.
Esto es a menudo políticamente complicado. Primero, porque esto de dar paso a los especuladores y las inmobiliarias no suena como algo que protege a los pobres, aunque en este caso sea precisamente lo que está sucediendo. Segundo, y no menos importante, porque en las ciudades en que no se construye más el precio de la vivienda sube rápidamente, y eso resulta ser un incentivo la mar de potente para que los “defensores de la ciudad” encuentren excusas para bloquear más viviendas. Los políticos tienen que superar tanto reticencias ideológicas como argumentos alegremente absurdos para proteger intereses privados, cosa que requiere la clase de coraje y talento que no suele abundar en la administración local.
Epílogo
Tenemos, finalmente, el problema de qué hacer cuando una ciudad se queda sin solares vacíos. Para eso sí necesitamos recurrir a la tecnología, más en concreto, a este artilugio tan innovador:
No hace falta que el diseño sea tan elaborado, pero podemos construir edificios más altos. Porque tenemos la tecnología para albergar a más población en menos espacio.