Si tenéis muy buena memoria, el nombre de Richard Holbrooke os sonará, casi seguro, asociado a los acuerdos de Dayton. Las negociaciones de paz que pusieron fin a la guerra de la antigua Yugoslavia, en 1995, firmados en una base militar en Ohio bajo tutela americana, fueron su mayor momento de gloria en sus casi cincuenta años de carrera diplomática. Holbrooke es una de esas criaturas de la élite política y funcionarial americana que se encargaron, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, de gestionar y mantener la hegemonía de Estados Unidos en el mundo. Un hombre alto, carismático, idealista, abrasivo, lisonjero, soñador, gruñón, excesivo y extraordinariamente inteligente que siempre vivió a la sombra del poder, un peldaño por debajo de la gloria, trabajando de manera incansable para defender los intereses de su país.
Holbrooke es también el objeto de una extraordinaria biografía escrita por George Packer que fue publicada hace tres años en Estados Unidos, y que tiene una excelente traducción al español que os recomiendo encarecidamente. Holbrooke es un personaje fascinante tanto por quién fue como por el cargo que siempre quiso y nunca alcanzó, la secretaría de estado. Su papel, sirviendo bajo cinco presidentes (Kennedy, Johnson, Carter, Clinton, Obama) siempre fue el de un experto, un diplomático intenso, brillante, incansable, pero al que su ambición, su personalidad desmesurada y sus excesos siempre acabaron generándole demasiados enemigos.
Vida y milagros de un diplomático
La historia de Holbrooke es fascinante. Como tantos otros diplomáticos de su generación, empezó su carrera en Vietnam. Su primer trabajo, recién salido de la universidad, fue como administrador de programas de desarrollo rural en el delta del Mekong en 1962. Rápidamente destacó como tipo despierto, brillante, y que parecía ser capaz de entender el país mucho mejor que cualquier otro funcionario de la embajada. Fue ascendido a asistente del embajador, primero, y después (con 24 años) ser miembro de un grupo de expertos que asesoró a Johnson sobre la guerra. Holbrooke entendió con (relativa) rapidez que Vietnam era un error colosal, y fue uno de los autores de los infames papeles del Pentágono que tanto ruido armaron tras su filtración.
Desencantado con la guerra y sin ganas de servir bajo Nixon, fue editor de la revista Foreign Policy unos años antes de volver al departamento de estado bajo Carter, donde acabó a matar con media administración. Un miembro de pleno derecho del establishment de política exterior americana, tomó la puerta giratoria hacia Wall Street, ganó montañas de dinero, y no volvió a departamento de estado hasta 1993, como embajador en Alemania primero, y como hombre para todo en los Balcanes después. Tras los acuerdos de Dayton, se puso tan pesado con el comité de los Nóbel que se dice que la academia sueca decidió no darle el premio. Fue ascendido a embajador en Naciones Unidas, el cargo más importante de su carrera.
Tras otro paso por Wall Street, intentó alcanzar su sueño de ser secretario de estado bajo Obama, pero acabó trabajando para Hillary Clinton, quien recibió el cargo. Su último encargo fue el de enviado especial para Afganistán y Pakistán. Como sucedió a menudo durante su carrera, acabó siendo odiado por casi todo el mundo (Obama no lo aguantaba), peleándose con los generales que querían enviar más tropas y a gritos con Joe Biden a pesar de que compartían la opinión de que la guerra era un tremendo error. Murió en el mismo Washington, el 2010, tras sufrir una disección aórtica durante una reunión con Clinton en el mismo departamento de estado.
Un tipo peculiar
Esta larguísima carrera, y el hecho de que se cruzó, de un modo u otro, con varias generaciones de políticos, diplomáticos, y crisis internacionales de Estados Unidos, darían para una larga serie de anécdotas divertidas, pero Packer no se detiene ahí. Para empezar, Holbrooke es un personaje en sí mismo fascinante. Packer lo define como alguien que estaba un peldaño por debajo de de la verdadera grandeza; alguien demasiado inteligente y carismático para ser una nota a pie de página, como los funcionarios de carrera de los que solía abusar, pero a la vez con demasiados defectos, manías y debilidades para que nunca nadie confiara lo suficiente en él. Sus subalternos casi siempre le veneraban con una lealtad fanática; sus superiores y sus pares o acababan harto de él o a menudo se convertían en enemigos acérrimos. Holbrooke tuvo muchos amigos y admiradores, ciertamente, pero su capacidad para irritar al prójimo era sólo comparable a su enorme talento para la diplomacia.
Packer, además, dibuja con un talento extraordinario la interacción entre personalidades, cargos, centros de poder, política y estrategia dentro de la maquinaria de política exterior de Estados Unidos. Holbrooke, como muchos de sus amigos y rivales en la historia (y la lista de cameos es larguísima, de Geoge Kennan a David Petreus), son gente culta e inteligente, finos estrategas. El proceso de toma de decisiones, sin embargo, oscila entre el análisis pausado y tómbolas aleatorias de odios, rivalidades y puñaladas traperas burocráticas sin sentido alguno, desde rencores salidos de piques en Vietnam, en 1965 a líos de faldas (Holbrooke se acostó con la mujer de su mejor amigo, también diplomático).
Azares de guerra
Un ejemplo: Obama es alguien que no aguanta a la gente grandilocuente y con muy alta idea de si mismos, que es poco menos que la pura definición de quién era Richard Holbrooke. Holbrooke se las arregló para cabrear al presidente sin darse cuenta durante una reunión vía teleconferencia. Eso hizo que perdiera acceso a la Casa Blanca y estuviera a punto de ser despedido, hasta que Hillary Clinton exigió que siguiera en el cargo.
Durante los debates sobre si debían enviar más tropas a Afganistán, Holbrooke estaba convencido que era un error, y que la única solución era negociar con los talibanes. Clinton, sin embargo, no quería tomar el riesgo político de contradecir a los generales (Petreus y McCrystal) que apostaban por una escalada, ya que estaba pensando en ser candidata a la presidencia. Holbrooke no quería contradecir a su superior en público, pero nadie en la órbita de Obama lo aguantaba lo suficiente como para pedirle la opinión. Cuando finalmente toman la decisión de enviar más soldados, el mismo presidente le preguntó qué opinaba, porque nunca le escuchó dar una opinión al respecto. Holbrooke le contestó con una evasiva.
Clinton no quería mostrar debilidad. Holbrooke no quería perder su cargo. Obama no quería aguantar una perorata de Holbrooke. Así que la única persona de toda la administración que tenía experiencia de primera mano sobre Vietnam y guerra civiles por todo el mundo acabó por callarse en el debate más importante de la presidencia.
Epílogo
La cita del título, por cierto, viene de una tira cómica de Peanuts publicada en 1963. Charlie Brown se va del campo de béisbol, tras perder 184-0, preguntándose precisamente eso. Packer cuenta que esa viñeta circuló por Saigon, de forma sarcástica, en el círculo de amigos de Holbrooke. Décadas después, durante esos debates sobre Afganistán en que se sentó a escuchar sin decir palabra, el ya viejo y enfermo diplomático la garabateó en sus notas, resignado a lo que iba a venir.
Holbrooke era, en muchos aspectos, un impresentable. Es muy posible que ni siquiera fuera buena persona; mentiroso, bravucón, soez, desleal y arrogante, siempre permitió que su ambición estuviera por delante de sus convicciones morales. Era, sin embargo, un idealista, alguien que creía profundamente en la capacidad de Estados Unidos de hacer el bien y que era también muy, muy consciente de la inmensa capacidad del país para causar dolor y tragedia. Durante toda su vida, Holbrooke trabajó, a su manera, por construir un mundo mejor, y a la vez reforzar la posición de su país en este. Seguirle durante sus éxitos y fracasos es un viaje extraordinario.
“Nuestro hombre: Richard Holbrooke y el fin del siglo americano” es un libro excelente. Merece su lectura.