Con las dos grandes leyes de Biden otra vez en plena negociación, la política americana está otra vez en un compás de espera. No tengo ganas de hablar (otra vez) de la inexplicable Krysten Sinema, y de Facebook quiero escribir con algo más detalle otro día, voy a dejar la política de lado hoy, y hablar de uno de mis rincones favoritos de Estados Unidos: los diner.
Habéis visto diners mil veces en películas, reportajes y series americanas. Lo reconoceréis en Seinfield, en el restaurante en que Jerry y sus amigos toman cientos de tazas de café, o en Pulp Fiction, en la escena que abre la película. Un diner es uno de los símbolos/bromas recurrentes en Twin Peaks. Los dos pintores que prácticamente definen cómo Estados Unidos se ven a sí mismos, Norman Rockwell y Edward Hopper, estaban obsesionados con los diners; el maravillosamente evocador Nighthawks da una visión romántica y solitaria de uno de ellos.
Los diner nacen a principios del siglo pasado en Nueva Inglaterra, como pequeños restaurantes baratos para servir a obreros industriales y oficinistas con prisas. Situados en edificios prefabricados, fáciles de instalar y desmontar si faltaba clientela, muchos de ellos tenían aspecto de vagones de ferrocarril varados en una calle o descampado. Durante los años veinte, muchos de ellos recibieron decoraciones de estilo art deco, incluyendo esos neones, paneles de acero inoxidable, y cromados tan característicos.
Aunque uno puede encontrar diner por casi todo los Estados Unidos, siempre fueron más populares en el noreste. Las cadenas de restaurantes de comida rápida ocuparon su lugar en muchos lugares, pero en Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania y Nueva Inglaterra muchos de ellos aún sobreviven. Hoy quedan pocos diner originales, estilo vagón de tren, pero el concepto y estilo de restaurante, así como el aprecio por los neones, sigue con vida.
Mi obsesión con los diner empezó hace 14-15 años, en una época en que por trabajo me tocaba conducir de un lado a otro por todo el estado con cierta asiduidad. Con tal de no acabar siempre en un McDonald’s o Dunkin Donuts (los hay a patadas en Connecticut), tomé por costumbre buscar los diners en todos los pueblos en los que paraba para comer, en parte por amor por lo retro, en parte porque, simplemente, me encantaban.
Un diner “de verdad” en Connecticut siempre tiene varias características diferenciadas. Primero, están siempre abiertos; muchos diner abren y sirven comida las 24 horas del día, todos los días del año, nieve, llueva, haga frío o haga calor. Si por algún motivo estoy comiendo fuera de horas, madrugando o trabajando hasta tarde, el diner local siempre estará ahí, listo para darme de comer. Segundo, son relativamente asequibles; uno puede comer un plato generoso de prácticamente lo que sea y beber cantidades industriales de café por $12-15, sin excepción. Es un poco más caro que un restaurante de comida rápida, pero no por mucho. Tercero, la carta de todos los diner es más o menos la misma, y siempre es igual de larga y con toneladas de platos casi al azar. De forma crucial, siempre te dan desayuno a cualquier hora del día, así que, si tras un montón de reuniones y varias horas de coche, me apetecen pancakes, pues me van a dar pancakes, y con suficiente nata para ocultar la luz del sol. Cuarto, sirven la comida rápido, así que, si voy con prisas, sé que en media hora puedo entrar, ponerme las botas, y salir corriendo.
Quinto, y más importante, la comida es deliciosa. Aunque uno puede pedir casi cualquier cosa bajo el sol (echad un vistazo al menú del diner que tengo al lado de casa), uno va a esta clase de restaurantes a comer bocadillos jugosos, tortillas de cuatro huevos con montones de cosas metidas dentro, extravagantes desayunos con waffles, bacon, salchichas, y bagels, y piscinas de pasta bañadas en mantequilla, siempre acompañados de barriles de café o refrescos. El factor común en todos los platos es que son enormes, llevan mantequilla, queso, sal, y todo tipo de cosas no exactamente buenas para la salud pero que te dejan la mar de satisfecho, y nunca son pretenciosos, floridos, o especialmente sofisticados. Es comida honesta, rápida, familiar, rica y acogedora.
Mi método, porque tras varios años conduciendo por todo el estado por supuesto que tengo uno, es siempre juzgar los diner pidiendo dos platos estándar en dos visitas distintas. El primero es el chicken parmesan, el bocadillo que define todo lo bueno que es este mundo: una pechuga de carne rebozada, cubierta de salsa de tomate y queso fundido servido en un hard roll (una especie de pan de hamburguesa, sólo que algo más duro) rodeado por un mar de patatas fritas. El segundo es una tortilla de tres o cuatro huevos con queso y salchicha, junto con tostadas de pan de centeno con mantequilla y home fries (patatas al horno).
Todos los diner tienen estos platos, así que este es el baremo que utilizo para compararlos. Aunque los platos son aparentemente sencillos, la clase de cocina en estos sitios (short order cooking) requiere una pericia considerable y es muy fácil pifiarlos. Si pueden hacer estos platos básicos como dios manda, entraban en mi circuito de paradas habituales.
Como todo en Estados Unidos, hay gente que está realmente obsesionada con los diner, y hace visitas y viajes para comer en restaurantes históricos y preservar los más antiguos. En Hartford hay uno precioso, el Comet, que lleva años abandonado, y con activistas peleándose para preservarlo. Para muchos, esa época entre 1920 y 1959 es la definición de “americana”, el periodo “clásico” de la cultura del país. Los cuentos de hadas, en las películas americanas, tienen lugar durante la presidencia de Eisenhower, y siempre alguien acaba comiendo en un diner.
Los diner, para mí, forman parte del mapa de mi vida en Connecticut, y de los años que llevo aquí en Estados Unidos. Son, a su manera, mi bar de la esquina, esa parada en medio del día o de la noche siempre acogedora, siempre con un café a mano, siempre con ese olor de queso, mantequilla y huevos revueltos. Son esos sitios con su propio lenguaje (hay todo un vocabulario para describir cómo quieres tus huevos fritos), sus camareras que te llaman “honey” y te traen el café como te gusta sin que tengas que pedirlo porque te reconocen al entrar. Son también el único sitio donde puedes encontrarte a gente hablando en griego a grito pelado en este estado; por un motivo que se me escapa, la mayoría de diners en Connecticut son propiedad de inmigrantes griegos, y puedes comer unos gyros estupendos.
He escrito muchos artículos en diners; contestado correos y terminado propuestas, tenido largas conversaciones con amigos y colegas sobre películas, trabajo, la vida y el mundo en general. Y siempre (tras mi filtro previo) he comido estupendamente.
Los diner en su época fueron los primeros restaurantes fabricados en serie, hoy son reliquias de otra era. En un país donde todo tiende a lo uniforme, los diner son dinosaurios; únicos, peculiares, pasados de moda.
Y me encantan.
Bolas extra:
¿Está Facebook en decadencia? Este artículo me ha dado mucho que pensar.
Los asaltantes al congreso el 6 de enero parecían saber qué ventanas de la planta baja estaban reforzadas y cuáles no. Curioso.
Alex Jones, conspiranoico de ultraderecha, se pasó los meses tras la matanza de Sandy Hook insistiendo que todo había sido un montaje. La semana pasada perdió una demanda presentada por los padres por daños y perjuicios, después de que montones de tarados los acosaran durante años llamándoles impostores. Alex Jones, no hace falta decirlo, es basura humana.
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Precioso articulo, me han dado unas ganas de pillar un Chevrolet e irme a comer a uno!. Trenes y diners para que quieres mas:)
Que magnífico artículo, he visto esos diner en miles de películas pero me ha gustado saber como huelen a mantequilla y huevos😊. Me encanta lo que escribe y me hace conocer como es el país, fuera de los tópicos del cine y la televisión. Enhorabuena y gracias.