Hay un gráfico curioso que define la política económica de la administración Biden que merece cierta atención. Explica una historia que, como casi todo relacionado con las cifras económicas en esta campaña electoral, ha pasado desapercibida por completo, pero que tiene implicaciones significativas tanto para Estados Unidos como para el resto del mundo en años venideros.
Vía FRED, gasto en construcción industrial en Estados Unidos durante la última década:
En el gráfico vemos, por un lado, la (lenta) recuperación de los niveles de construcción durante la administración Obama, y la mini-recesión regional (de la que hablo en mi libro) durante el último año de su mandato. La administración Trump es básicamente invisible; la inversión nunca llega a recuperar los niveles del 2015. La pandemia no altera significativamente las cosas. En septiembre del 2021, sin embargo, ya con Biden en la Casa Blanca, la tendencia cambia, y Estados Unidos se pone a construir fábricas a un ritmo notable. A partir de diciembre del año siguiente, las cifras se disparan.
Respondiendo a dos crisis
La explicación, en este caso, es un cambio decidido de política económica.
Los demócratas llegan al poder con dos cosas en mente. Primero, la pandemia había dejado clara la vulnerabilidad del país ante cualquier problema en sus cadenas de suministro. En el lado de los consumidores, esta vulnerabilidad fue visible en cosas relativamente inanes como la práctica desaparición de rollos de papel higiénico en los supermercados del país. Para las empresas, y especialmente para los responsables de seguridad nacional, fue la desagradable sorpresa de ver cómo una caída de las importaciones de semiconductores, aunque fuera temporal, secaba por completo la producción en amplios sectores punteros, sin alternativas razonables en países considerados como “seguros”.
La segunda gran preocupación era política. La derrota de Hillary Clinton en 2016 en los antiguos bastiones industriales del país contra un candidato que hablaba sin cesar de aranceles y reindustrializar América reavivó el interés demócrata por medidas capaces de recuperar esas fábricas perdidas. La administración Biden iba a hacer, esencialmente, lo que su antecesor había prometido, pero no había implementado: una política industrial agresiva y decidida, centrada en industrias tecnológicas punteras y cambio climático.
La forja de la revolución
Para sacar adelante este programa inversor, la administración Biden aprueba dos leyes enormes, a pesar de sus exiguas mayorías en el Congreso. La primera, la CHIPS Act ("Creating Helpful Incentives to Produce Semiconductors"; los legisladores americanos adoran crear acrónimos idiotas para sus leyes), es un paquete de incentivos fiscales y subvenciones para fabricar microprocesadores en Estados Unidos (106.000 millones) acompañado de 174.000 millones de dólares (es decir, una burrada de dinero) en I+D en toda clase de sectores punteros. Los incentivos fiscales de la ley, además, están redactados de forma bastante abierta, permitiendo que muchos créditos vayan incluso más allá de lo presupuestado de entrada.
Una de las grandes virtudes de la economía americana es su extraordinaria flexibilidad y sus enormes mercados de capitales. Los inversores responden rápidamente a incentivos, y ante la oportunidad de negocio, se han volcado en el sector. Las inversiones en fabricación de semiconductores en 2024 serán mayores que todo lo invertido en los últimos 24 años. Y a esto se le sumarán todas las inversiones derivadas de todo ese dinero en I+D, porque (de nuevo) si hay un país donde se pasa de la teoría a la práctica es Estados Unidos.
El segundo gran paquete de medidas fue la inexplicablemente llamada Inflation Reduction Act (ley para reducir la inflación1), la ley de cambio climático. Aparte de un puñado de subidas de impuestos a empresas (y más dinero para inspectores de hacienda, aumentando la recaudación) y dinero para varios programas de sanidad (que han funcionado muy bien; nunca ha habido menos gente sin seguro), el capítulo más importante son los 783.000 millones en cambio climático.
La mayor parte de este dinero (663.000 millones) son incentivos fiscales a la inversión, con mucho énfasis en la producción industrial. Muchos de estos incentivos son abiertos, es decir, siguen presentes aunque vayan más allá de lo presupuestado en la ley. No sorprenderá a nadie que la respuesta de los inversores ha sido igual o más entusiasta. Estados Unidos está construyendo centrales solares y eólicas a un ritmo frenético y construyendo fábricas de baterías como posesos. Las economías de escala resultantes han contribuido a una caída de los precios, y un colosal crecimiento de centrales de almacenamiento2.
La regulación del mercado eléctrico está muy descentralizada (y es a menudo bastante torpe), pero suele ser (de nuevo) lo bastante flexible como para que incluso en lugares donde esto del cambio climático no vende estén instalando baterías y centrales renovables3 como locos. Texas va a instalar 6,4 gigavatios de baterías este año. El estado ha utilizado esta montaña de capacidad para evitar apagones en días en que varias centrales de gas quedaron fuera de servicio, y se espera que pueda responder a gran parte de su demanda de energía en horario nocturno gracias a ellas a medio plazo.
El triunfo del camarada Biden
He hablado en alguna ocasión sobre cómo la economía americana parece haberse recuperado mucho más rápido que el resto del G7 tras la pandemia. Uno de los principales motivos de esta divergencia (y el aumento de la productividad, mucho mayor que en Europa) es esta apuesta por la política industrial.
Es una apuesta muy, muy, muy americana, por cierto. La gran mentira de la era Reagan (y uno de los errores de sus sucesores ideológicos) fue creerse que Estados Unidos no “escoge ganadores” ni tiene una política industrial decidida. En realidad, el gobierno federal tiene una larga tradición de subvencionar industrias punteras en sus inicios, desde el ferrocarril al sector aeroespacial, pasando por el sector eléctrico, hidrocarburos, química, semiconductores, y básicamente cualquiera de la auténtica burrada de innovaciones salidas de la hiperactiva economía americana. Lo que realmente separa a Estados Unidos de otros países es su capacidad para dejar de subvencionar esos sectores una vez se convierten en negocios viables, y dejar morir sectores enteros si el mercado les ha condenado a la obsolescencia.
Tres notas finales. La idea implícita en esta política económica es que la mejor manera de combatir el cambio climático no es apostar por el racionamiento, el decrecimiento y la escasez, sino crear un futuro en el que la energía es limpia, barata y abundante. Creo que esta es la aproximación correcta desde hace tiempo, y esto francamente hasta la coronilla de todos esos ecologistas y la izquierda catastrofista de siempre hablando sobre lo mal que lo tenemos que pasar para salvar al planeta.
Segundo, la apuesta por la electrificación, semiconductores y energía abundante y limpia no es en absoluto casual, y es otro ejemplo más de cómo el gobierno federal americano es capaz de situar a su economía justo en el umbral de la próxima revolución tecnológica, en este caso, la inteligencia artificial.
Tercero, es imprescindible recalcar lo increíblemente difícil que fue aprobar estas dos leyes. La CHIPS Act sale adelante con votos de ambos partidos, con la Casa Blanca negociando la ley con los republicanos. La ley de cambio climático tiene como votante decisivo al senador demócrata que representa un estado productor de carbón llamado Joe Manchin, que es propietario de varias minas. El talento de esta administración para sacar leyes adelante es digno de estudio.
¿Servirá de algo?
Como todo estos días, por supuesto, falta por ver si esta apuesta de Biden tendrá réditos políticos a corto plazo, es decir, si los votantes de Estados Unidos van a darse cuenta de una puñetera vez que la economía del país va extraordinariamente bien, o preferirán escoger a un criminal convicto y golpista a la presidencia.
De momento, la condena criminal de Trump parece que le ha costado 1-2 puntos en los sondeos como mucho. Ambos siguen empatados, de facto, de cara a noviembre. Sí, es deprimente.
Bolas extra
Trump, que es alguien que en ningún caso es demasiado viejo para la presidencia ni tiene dudosas facultades mentales, se pasó un buen rato en un discurso reciente hablando sobre tiburones, yates eléctricos y si es mejor morir electrocutado o devorado en caso de naufragio.
Un demócrata nombrado por Biden para comisión que regula el gasto electoral en campañas se ha pasado al lado oscuro y está votando con los republicanos para que sea aún más fácil donar dinero a tus candidatos favoritos.
El supremo ha decidido que eso de sindicarse en Estados Unidos es demasiado fácil (recordatorio: es increíblemente difícil) y que el gobierno federal no puede prohibir artilugios que convierten tu fusil de asalto semiautomático en una ametralladora.
¿Es película que se estrenó en Cannes sobre Donald Trump y Roy Cohn, con Jeremy Strong y Sebastian Stan? Parece que no se estrenará en Estados Unidos, porque ninguna distribuidora quiere arriesgarse que los trumpistas se lancen a por ellos. Todo muy normal.
Fue aprobada el 2022, cuando la inflación llegó a rozar el 10%. No es que tenga demasiado que ver con los precios, pero le pusieron ese nombre para venderla mejor. La inflación ha bajado, los votantes siguen sin darse cuenta, y muchos ecologistas siguen convencidos que Biden no ha hecho nada por el medio ambiente. Genios.
La capacidad va a duplicarse este año. Duplicarse. Van a instalar 15 gigavatios, y el 2025 esperan añadir nueve más.
Roger me imagino que sigues apostando por el meteorito que destruye a Trump. Lo que creo es que a este paso tanto l salud de Biden como la de Trump se puede ir al garete de aquí a las elecciones, y podríamos tener elecciones con candidatos en el hospital o rip... ¿Se sabe quien es el candidato a vicepresidente de Trump?
Hace poco mi hija me preguntó sobre que se necesitaba para que los demócratas cambiarán de candidato.
Es obvio que su talento, salud e integridad cada día están más cuestionadas.
Biden -creo- no podrá ganar.