Este jueves pasado, durante la vista oral en la que el Supremo tomaba en consideración la inmunidad presidencial de Donald Trump, el juez Samuel Alito habló sobre un escenario hipotético un tanto curioso. Su duda, ante los hechos debatidos, era si un presidente de los Estados Unidos que perdiera las elecciones iba a vivir siempre con el temor de que su rival político tomara represalias contra el denunciándolo y acusándole de delitos:
"Now if an incumbent who loses a very close, hotly contested election knows that a real possible nullity after leaving office is not that the president is going to be able to go off into a peaceful retirement, but that the president may be criminally prosecuted by a bitter political opponent.”
Quizás, dice Alito, esta amenaza de ser víctima de denuncias podría asustar a presidentes salientes y animándoles a hacer barbaridades para mantenerse en el poder. Eso podría desestabilizar la democracia americana. En otros países esto ha sucedido, con el candidato derrotado acabando en la cárcel:
“Will that not lead us into a cycle that destabilizes the functioning of our country as a democracy? And we can look around the world and find countries where we have seen this process, where the loser gets thrown in jail."
Lo que Alito olvidó cuidadosamente al plantear este escenario, y junto a él varios de sus colegas conservadores en el tribunal, es el hecho que:
Cualquier presidente saliente tendría una montaña de recursos procesales a su alcance, incluyendo el mismo tribunal del que forma parte Alito.
Es perfectamente posible que el presidente saliente hubiera cometido una montaña de delitos, y que la acusación estuviera absolutamente justificada.
Es posible que esos delitos fueran, precisamente, intentan invalidar el resultado de unas elecciones.
Y que en caso de saberse inmune a cualquier acusación posterior, quizás un hipotético presidente derrotado ahora tenga todos los incentivos tanto de cometer montañas de crímenes, incluyendo de dar golpes de estado.
Nada de eso parecía ser de importancia a los jueces conservadores del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que en uno de los procedimientos judiciales más absurdos en décadas, parecen estar plenamente dedicados a leer la constitución del país de la manera más conveniente posible para defender a un presidente que intentó abolirla por completo.
La inmunidad en la constitución
La constitución de los Estados Unidos no recoge de forma explícita en ninguna parte la inmunidad presidencial. Ninguno de los padres fundadores dejó por escrito nada que pudiera sugerir remotamente que el jefe del ejecutivo estaba por encima de la ley, pero sí repitieron, en múltiples ocasiones, que el presidente no era un monarca, que la ley era la autoridad suprema del país, e incluso que podía ser denunciado como cualquier otra persona.
El concepto de inmunidad presidencial aparece por primera vez en (sorpresa) una sentencia del supremo de 1867. El estado de Mississippi intentó demandar al entonces presidente, Andrew Johnson, por implementar las leyes de reconstrucción tras la guerra civil (derechos civiles, básicamente), ya que a su juicio eran inconstitucionales. El tribunal decidió que dado que el presidente estaba ejecutando legislación aprobada por el congreso y que hacer cumplir la ley era su obligación constitucional, no podía ser demandado por ello.
La doctrina de que el jefe del ejecutivo goza de inmunidad está construida, casi por completo, en este precedente, que no tiene nada que ver con cometer delitos o actos ilegales de ninguna clase. Dado que ningún presidente fue lo bastante estúpido o deshonesto para cometer montañas de actos ilegales durante su mandato, el supremo no tuvo que planteársela de nuevo pensando en acusaciones penales durante más de un siglo, hasta que el mejor amigo de este boletín, Richard Milhous Nixon, llega a la presidencia y procede a cometer montañas de actos ilegales durante su mandado.
Las investigaciones del caso Watergate habían revelado indicios delictivos en la Casa Blanca. Los abogados del departamento de justicia del presidente, en una de esas fabulosas exhibiciones de sofismo legal que tanto abundan en este país, escribieron un sesudo informe en el que decidían que el departamento de justicia no podía denunciar al presidente porque era inmune, por ese precedente de 1867. Para consternación de Nixon, el Supremo dictaminó que desde luego sí podía ser investigado, forzándole a hacer públicas las grabaciones sobre Watergate que dejaban claro que había delito. El presidente dimitió antes de que el Congreso le clavara un impeachment.
No hubo oportunidad de revisar la idea de la inmunidad en los tribunales, sin embargo, porque Gerald Ford decidió indultarle de forma preventiva con un perdón presidencial. Una señal clara, por otro lado, de que todo el mundo entendía de que Nixon de lo contrario podría haber acabado en la cárcel.
El otro caso sobre inmunidad presidencial fue también con Nixon de por medio, una demanda civil interpuesta por un contratista de la fuerza aérea que decía que había perdido su trabajo tras testificar en el congreso en 1968. El Supremo concluyó que uno no puede interponer una demanda civil contra un presidente por actos realizados en ejercicio de su cargo. La sentencia deja muy claro que no es aplicable contra demandas penales.
No que a este Supremo los precedentes le importen un comino, obviamente.
La acusación contra Trump
Volvamos al Supremo esta semana, y la vista oral sobre inmunidad presidencial. Como contaba el otro día, el mismo hecho de que esta vista se esté celebrando ahora es ya de por sí un favor colosal a Trump. Gracias a los múltiples retrasos judiciales, es muy probable que el caso sobre su intento de golpe de estado no vaya a juicio hasta después de las elecciones - y de ganarlas, puede pedir a su departamento de justicia que retire los cargos o incluso indultarse a sí mismo1.
Lo que parecía claro a cualquiera que se haya leído la constitución, haya leído nada sobre el proceso de redacción del texto, tenga un gramo de sentido común o haya visto una democracia en funcionamiento durante más de quince minutos es que la idea de que un jefe de estado y de gobierno2 tiene inmunidad judicial absoluta es una idea profundamente estúpida, cuando no peligrosa. No sólo abre la puerta a toda clase de abusos de poder alegremente salvajes, sino que otorga unos privilegios y protecciones inauditas y completamente contrarias al espíritu de toda la estructura constitucional americana al hombre más poderoso del país.
Los mismos abogados de Trump reconocieron ante el supremo que, de tener inmunidad presidencial absoluta, podría cometer esencialmente cualquier abuso imaginable. Elena Kagan, una de las magistradas nombradas por Obama, les preguntó si un presidente podía dar un golpe de estado sin sufrir consecuencias penales. Su respuesta fue que así era, argumentando que la única manera en que un presidente podía ser juzgado era si el Congreso le había condenado en un impeachment previamente.
Algo complicado si ese hipotético presidente golpista decide fusilar legisladores, aprovechando que tiene inmunidad presidencial.
La mayoría conservadora del supremo, sin embargo, no estaba para estos detalles menores sobre si un jefe del ejecutivo puede ir por el mundo bombardeando disidentes o no, y se concentraron en otros menesteres. Lo que les preocupaba mucho eran otros temas mucho más urgentes.
El más absurdo es ese que decía Alito, la posiblidad de que alguien pudiera vengarse de un expresidente tras perder el cargo. Imaginad el sufrimiento de ser acusado de un delito y tener que depender de ese horrible sistema de justicia (del que forman parte) para garantizar sus libertades y derechos, como cualquier vulgar campesino ahí fuera, e imaginad que alguien pueda darlo como justificación de inmunidad penal completa.
Hubo otras líneas argumentales. Algunos jueces insistieron en el detalle de que el código penal no dice explícitamente en muchos sitios que el presidente puede ser acusado de muchos delitos, preguntándose si al no nombrarle eso implicaba que el Congreso quería que fuera inmune. Se supone que se debe listar a todos los cargos públicos por separado, algo a todas luces absurdo y que se pega de patadas con un par de siglos de interpretación constitucional.
Una línea más sutil (aunque igual de insensata) es que dado que un presidente tiene que tomar montones de decisiones increíblemente complicadas y confusas, cabía la posiblidad de que cometiera un acto ilegal, así por accidente. Clarence Thomas preguntó si Kennedy podría haber sido llevado a juicio por su intento de golpe de estado en Cuba (con la invasión de Bahía de los Cochinos); Alito si Roosevelt podría ser acusado penalmente por meter a ciudadanos de origen japonés en campos de concentración durante la segunda guerra mundial3. La idea es que si el presidente estaba llevando a cabo actos oficiales que forman parte de sus responsabilidades constitucionales, no debería ser posible llevarlo a juicio, ya que está intentando cumplir la ley.
Lo más probable es que esta lógica se convierta en el punto central de la sentencia: cómo definir qué es un acto oficial de gobierno (construir una autopista, enviar los marines a invadir Granada, ajustar al alza las pensiones con el IPC), que se supone un presidente hace de buena fe siguiendo la constitución, y qué es una actividad privada en beneficio propio. En la vista oral dedicaron una cantidad considerable de tiempo a dirimir si algo como recibir un soborno a cambio de nombrar embajador a alguien era un acto oficial (el nombramiento es una una atribución presidencial, al fin y al cabo), y qué dice la constitución y la ley sobre separar ambos. John Roberts, el juez que preside el tribunal, mostró repetidamente su frustración con el dictamen del tribunal de apelaciones y cómo no establecía límite alguno sobre qué actos presidenciales podían ser juzgados penalmente.
No importa que esa división entre “actos oficiales” y “actos privados” no aparece en la constitución en ninguna parte, por supuesto. Lo de leer cosas que no están en el texto es una especialidad del supremo.
Realidades y consecuencias
Lo que seguramente veremos es una sentencia en que el tribunal no se pronuncia en absoluto si los hechos subyacentes en la causa son juzgables, sino una que establece que algunos actos presidenciales sí lo son (los “actos en beneficio privado no oficiales”) y otros gozan de inmunidad (“actos oficiales”), y remitirán el caso de nuevo a la corte del distrito para que decidan si las acusaciones de la fiscalía caen en uno u otro lado.
Dado que Trump estaba dando un golpe de estado es complicado imaginar que ningún juez en este planeta concluya que eso era una atribución constitucional, pero el daño estará hecho: será necesario litigar esta apreciación en el distrito, en apelaciones y otra vez en el Supremo, cada paso tomará varios meses, y Trump no será juzgado por sus actos hasta bien entrado el año que viene, con suerte.
Todo esto me lleva a recordar el otro caso sobre Trump, barbaridades golpistas varias e insurrecciones decidido hace unas semanas, el de la 25º enmienda:
Como entonces, el Supremo está siguiendo un patrón que debería ser la mar de familiar para todo aquellos que habéis leído “¿Por qué se rompió Estados Unidos?” (ya a la venta en sus librerías), actuando como la institución más reaccionaria y antidemocrática del sistema constitucional americano. Durante gran parte de sus historia, con posiblemente la única excepción de los años de la Warren Court (1953 a 1969), el tribunal ha tenido esencialmente dos prioridades: aumentar sus propias atribuciones y poder, y darle la razón a los intereses más poderosos y reaccionarios del país.
Sobre ganar poder, ya he comentado otras veces como todo el sistema de judicial review está construido sobre una sentencia del mismo tribunal diciendo que son ellos los que únicos que pueden revisar la constitucionalidad de las leyes4. En general, si una decisión judicial puede darle más poder a los tribunales, el supremo tomará ese camino; la jurisprudencia sobre la NEPA es un buen ejemplo.
Sobre el aprecio por posiciones reaccionarias, la lista es simplemente demasiado larga para cubrirla. Antes de la guerra civil, el Supremo dictó multitud de sentencias atroces perpetuando la segregación racial, incluyendo la infame Dred Scott contra Sanford negando la ciudadanía por completo a los negros, o Prigg contra Pennsylvania, derogando leyes estatales protegiendo esclavos huidos. No son pocos los que creen que la corte fue uno de los actores más contribuyeron a llevar al país hacia la guerra civil. Tras el conflicto, el supremo se apresuró a desmantelar por completo las leyes de derechos civiles aprobadas durante la reconstrucción y justificar la segregación racial, creando regímenes autoritarios de facto en el sur. Durante el siglo XX tuvimos la era Lochner, con prohibiciones “constitucionales” a cualquier derecho laboral. Sólo la larga presidencia de Franklin Roosevelt (que acabó por nombrar a casi todo el tribunal) consiguió mover el supremo hacia la izquierda, con la batería de sentencias sobre derechos civiles de los cincuenta y sesenta.
Post-Nixon, sin embargo, ha sido una lenta, trágica marcha atrás. La dominación republicana de la presidencia hasta 1992, primero, y las carambolas políticas posteriores (a pesar de que los demócratas han ganado el voto popular en siete de las ocho presidenciales posteriores) han dejado un Supremo con una supermayoría reaccionaria que se ha dedicado a hacer cosas como ilegalizar el aborto, eliminar cualquier regulación sobre dinero en política o vaciar de contenido protecciones federales sobre el derecho a voto, entre otras maldades.
Una sentencia que permite que un tipo que ha dado un golpe de estado sea candidato o que proteja a un expresidente de ir a juicio tras cometer múltiples crímenes no es nada especialmente novedoso. El Tribunal Supremo simplemente está haciendo lo que ha hecho siempre.
Bolas extra:
Trump realmente suena cada vez más como un fascista, y es francamente extraordinario que el NYT dedique un artículo larguísimo a hablar de ello.
Kristi Noem, gobernadora de Dakota del Sur y posible candidata a la vicepresidencia con Trump, explica en su libro cómo mató a su propio perrito. A tiros. Aposta.
Mientras tanto, el caso (estatal) sobre lo de falsear documentos para ocultar un pago a una estrella del porno contra Trump parece ir bastante mal para el ex-presidente. Lástima que sea por algo secundario, no dar un golpe de estado.
Es muy probable que un auto-indulto sea inconstitucional, pero si alguien se cree que este Tribunal Supremo se molestaría en tumbarlo vive en un mundo de fantasía.
Nótese que el caso del Rey en España es distinto, porque no tiene poderes reales ni es parte del ejecutivo. Que la monarquía tenga o no sentido es otro tema.
Nótese que fue el propio tribunal supremo, en una sentencia infame que no fue repudiada hasta el 2018, quien dijo que ese internamiento era constitucional.
En el libro, por cierto, le doy la culpa a Marbury contra Madison, la sentencia de 1803 por ello. Es parcialmente cierto; aunque el Supremo utilizaría el razonamiento de Marbury, la sentencia que realmente hace el “por que yo lo valgo” es Dred Scott.