Alguien me recordaba ayer por Twitter una de esas cosas que definen el paisaje de los Estados Unidos y que cuando llevas tiempo aquí casi dejas de darte cuenta de ello: los enormes, colosales, gigantescos aparcamientos.
El ejemplo que enlazaba es Disneyworld, en Florida, donde el aparcamiento es más grande que Magic Kingdom, la sección más famosa y concurrida del parque:
He hablado otras veces sobre cómo el coche condiciona de manera total y absoluta la estructura funcional de casi todas las ciudades del país, y cómo los aparcamientos, estos almacenes de coches que drenan las calles de cualquier vida, son una plaga que anula cualquier atisbo de urbanidad en muchos lugares.
Hoy toca hablar de uno de sus compañeros de viaje más habituales en esto de construir ciudades: centros comerciales, palacios de congresos, pabellones deportivos y estadios, que suelen ser la receta de muchas ciudades para “revitalizar” el centro, a menudo con resultados espantosos.
La NFL y sus estadios
La National Football League es la competición deportiva más rica del mundo. La liga tuvo unos ingresos de 17.400 millones de dólares el año pasado (como comparación, la Champions League ronda los 5.300 millones, y la Premier 5.900), a repartir entre un cártel cerrado de 32 equipos. Es una competición que nada en dinero, gracias a sus enormes audiencias televisivas (es, de lejos, el deporte más popular en Estados Unidos), una bien engrasada maquinaria publicitaria y una estructura deportiva excelsa diseñada para hacer que sea muy competitiva cada año.
Dado que es la competición más popular del país, las ciudades americanas creen que tener un equipo de fútbol profesional es muy importante. Los equipos de la liga son también perfectamente conscientes de la popularidad de su deporte y del prestigio asociado a albergar una franquicia, y negocian con la actitud de alguien que sabe que tiene una mano ganadora.
Hablemos, por ejemplo, de los Raiders, uno de los equipos fundadores de la AFL en 1960. El equipo comienza su andadura en la ciudad de Oakland, al lado de San Francisco, jugando casi siempre en el Oakland Coliseum, el estadio compartido con los Athletics, el equipo de beisbol. Para desgracia de ambos equipos, lo de combinar fútbol y béisbol en un mismo estadio no es demasiado práctico, y la superficie de juego y las gradas tienen un diseño que es incómodo para ambos deportes.
Tras años de quejas, los Raiders finalmente se hartaron de su estadio, y en 1982 le dijeron a la ciudad de Oakland que o les dejaban hacer mejoras (palcos VIP, más capacidad) o se largaban. La ciudad les dijo que no, así que los Raiders hicieron las maletas y se convirtieron en Los Ángeles Raiders.
Pasaron doce años hasta que las autoridades de Oakland (el condado de Alameda, co-propietaria del estadio) dieron su brazo a torcer y accedieron a gastarse un pastizal renovando el coliseo de arriba a abajo. Los Oakland Raiders volvieron a casa, y jugaron en la ciudad unos años… hasta que volvieron a las andadas y pedir un estadio nuevo. La ciudad y el condado les dijeron que no, que si querían uno nuevo se lo pagaran ellos.
Tras varios años de tira y afloja y buscar terrenos alrededor de Oakland, las autoridades de Las Vegas, se pusieron en contacto con los Raiders. Les hicieron una oferta sencilla: 750 millones de dólares de dinero público (pagado por un impuesto especial a turistas, por cierto) para construir un estadio cubierto de 65.000 localidades en el centro la ciudad. Con esta oferta en la mano, los Raiders se fueron a Oakland a pedirles un estadio nuevo, pero era una oferta que ni podían ni querían igualar. Así que tras casi dos décadas en la ciudad, los Raiders se fueron otra vez, esta vez camino a Nevada, persiguiendo una estupenda subvención para construirles un estadio.
Si esto de que un equipo de fútbol con ingresos que rondan los 500 millones de dólares anuales se vaya a otra ciudad persiguiendo subvenciones, esto no es nada fuera de lo habitual. Los Rams abandonaron St. Louis de vuelta a Los Ángeles en el 2016, y los Chargers se fueron de San Diego también a Los Ángeles el 2017. Las ligas profesionales americanas (NBA, NHL, y en menor medida, la MLB) sufren esta clase de “turismo” de forma sistemática.
Las ciudades creen que un nuevo estadio les ayudará a revitalizar la zona donde va a ser construido, y atraer nueva actividad económica. Tristemente, esto no es cierto.
Estadios y urbanismo:
Para entender por qué, podemos mirar cómo se construyen los estadios en este país, empezando por los Raiders.
El precio medio de una vivienda en Oakland es, a día de hoy, 923.000 dólares, y esta gente tiene 42 hectáreas de terreno convertidas en un erial rodeado de autopistas. El “urbanismo” en Las Vegas no es que sea mejor:
La ciudad de las Vegas se ha gastado 750 millones (de un estadio que ha costado 1.800 millones) para construir una inmensa llanura de asfalto al lado de una autopista, donde nada ni nadie va a acercarse cuando no haya partido. Cosa que, además, no sucede a menudo, porque la temporada regular de la NFL es de 16 partidos, así que esta pequeña instalación se utilizará ocho veces al año. Diez, con suerte, si llegan a los playoffs. “Oh, pero es una arena multiusos que se puede utilizar para conciertos.” Estamos en Las Vegas, donde hay literalmente decenas de casinos con salas de conciertos a dos (gigantescas) manzanas del estadio.
El negocio, desde el punto de vista de los Raiders, es absolutamente redondo. El beneficio social que saca Las Vegas de atraer más turismo (je) o tener ocho partidos al año en este antro se me escapa totalmente.
Las tonterías urbanísticas alcanzan cotas absolutamente prodigiosas, como el maravilloso complejo deportivo que alberga los tres equipos de Filadelfia:
Mi ejemplo favorito de atrocidades es Dodger Stadium, en Los Ángeles (como no), situado en una colina en un parque a 20 minutos a pie del centro de la ciudad (no que nadie camine por Los Ángeles, se entiende):
Este estadio es, además, un ejemplo primerizo de todas estas maldades. Fue construido a finales de los cincuenta para atraer los Brooklyn Dodgers a la ciudad. Para su construcción se tuvo que expropiar y expulsar por la fuerza a cientos de familias que vivían en la zona, que vieron cómo su barrio era convertido en un aparcamiento. Al menos la MLB juega más partidos (81) en casa, pero el estadio está vacío durante seis meses del año.
Lo divertido, o deprimente, es que no importa cuántos estudios académicos sobre retornos de inversión negativos de los estadios se publiquen, las ciudades siguen persiguiendo a los equipos profesionales con montañas de dinero cada vez que alguien está lloriqueando que quiere un pabellón o estadio nuevo. Es decir: las ciudades americanas, con muy pocas excepciones, construyen sus estadios excepcionalmente mal, desde el punto de vista urbanístico. Si además resulta que estas instalaciones se usan muy, muy poco y el pobre, atroz diseño de sus accesos y entorno, tienen un retorno económico colosalmente negativo.
Pero da prestigio. Sales por la tele. En ESPN mencionan tu ciudad. Así que se les da dinero a espuertas.
Elefantes blancos
Los estadios y pabellones deportivos son un ejemplo especialmente extendido de una estrategia de desarrollo urbano que casi nunca funciona, pero que muchas ciudades insisten en adoptar: “comprar” prestigio. Las ciudades importantes tienen equipos de fútbol, o congresos, o museos famosos, así que lo que tenemos que hacer para desarrollar la economía local es construir un estadio, un palacio de congresos, y una sede del Guggenheim. Por desgracia, el mecanismo operativo en todos estos casos va en dirección contraria: lugares Nueva York o Londres tienen todas estas cosas porque son importantes, no se hacen importantes gracias a sus eventos y fichajes deportivos.
Lo divertido, por supuesto, es que las ciudades que pierden un equipo profesional suelen también señalar esa pérdida de prestigio como fuente de sus males. Hartford tuvo durante años un equipo de la NHL (los Whalers), y su partida hacia Carolina del Norte ha traumatizado a toda una generación de líderes en Connecticut. Eso ha traído a la ciudad un glorioso estadio de béisbol (para minor leagues), uno de fútbol (para una liga regional), un colosal palacio de congresos (que pierde dinero a espuertas) e incluso un sobredimensionado estadio de fútbol americano en las afueras, de cuando la ciudad intentó atraer a los New England Patriots sin éxito. El pabellón donde jugaban los Whalers, además, siempre está siendo renovado y actualizado a ver si atraen a otro equipo de la NHL, que obviamente nunca llegará si la población de la ciudad sigue estancada eternamente.
Una de las medidas que indican que New Haven está gobernada de forma algo más racional que Hartford es que New Haven decidió volar por los aires su pabellón deportivo hace unos años y no construir otro. Habían llegado a la conclusión que era tirar dinero. Bridgeport, mi erial político favorito, no sólo tiene un pabellón enorme rodeado de aparcamientos al lado de la estación, sino que han reconvertido su (fallido) estadio de beisbol en un sitio para conciertos.
Bolas extra: acción de gracias
Este jueves es el día de acción de gracias, uno de los pocos fines de semana largos en Estados Unidos. Es una fiesta que me parece fascinante: es estrictamente laica, todo el mundo la celebra, y todo el mundo la intenta pasar acompañado, sea con familia, sea con amigos. Este es el fin de semana, de muy, muy, muy lejos, con más movimiento de viajeros del año en Estados Unidos, tanto por carretera como en aeropuertos. La gente cruza medio país para ir a comer el pavo con la familia, pelearse con ellos, y pasar un fin de semana en casa con los padres.
Como todo en Estados Unidos, es una tradición reciente; Lincoln es el primero en designar el último jueves de noviembre como fiesta nacional, y la fecha actual (el penúltimo jueves de noviembre) la fija Roosevelt en 1939. Black Friday, los desfiles, y demás son también de principios de siglo. El menú (pavo, que no vale gran cosa, y un montón de acompañamientos y rellenos, que sí son deliciosos) ha ido variando con el tiempo.
No soy muy de eventos familiares, así que la mayoría de estas cosas me agobian, pero acción de gracias es un tanto especial. No hay regalos, no hay rituales, no hay tradiciones; sólo está el viajar, comer, y reunirse. Es una celebración relajada. Y se come bien.
Este año, además, haremos algo un poco especial. El jueves tendremos la cena con la familia, pero viernes, sábado y domingo nos iremos a Nueva York a pasar el fin de semana. Habrá museos, paseos, ver decoraciones navideñas y tiendas de juguetes enormes con mi hija. Y lo mejor de todo, iremos a ver su primer musical en Broadway - “Into the Woods”, del siempre extraordinario Sondheim. Quizás sea demasiado pequeña para un musical, quién sabe. Pero es Sondheim.
Así que bueno, no esperéis más boletines hasta el lunes, con suerte, y muchas, muchas, muchas gracias por leerme. Y si queréis apoyar a esta humilde publicación, que sepáis que hasta el jueves podéis suscribiros por un año y así no perderos ni un solo artículo por $30, un 50% de descuento.