Por estas páginas he hablado tanto del Donald Trump candidato como demente autoritario autor de un golpe de estado fallido, que he acabado por dejar de lado su programa económico. Como todo lo que rodea a Trump, sus propuestas son una combinación de delirios populistas, malas ideas escondidas en lenguaje nacionalista, y alguna medida aleatoria que suena de izquierdas hasta que lees la letra pequeña. Si las miras en su conjunto, sus planes tienen además un enorme coste económico, creando déficits gigantes sin ni siquiera fingir cómo cubrirlos.
Programa, programa, programa
Aranceles
La idea más repetida por Trump es su amor por los aranceles. Su punto de partida es un arancel de un 10% para todas las importaciones que reciba el país, un 60% para todos los productos provinientes de China y 200% para automóviles producidos por fabricantes chinos.
En general, los aranceles tienen toda clase de interacciones económicas complicadas y divertidas a nivel macro, y estimar su impacto real es complicado. Lo más probable es que sean inflacionarios (ya que es, a todos los efectos, un impuesto sobre el consumo a toda compra foránea), aunque su impacto real es difícil de evaluar porque pueden provocar una subida del dólar indirectamente (vía balanza de pagos). Al ser un impuesto que grava todo, no sólo productos manufacturados, es posible que la inflación producida sea igualmente considerable, al encarecer materias primas y bienes intermedios. Las estimaciones rondan entre un 2,5 y un 6,7% de subida de precios, que no deja de ser una cifra considerable para un candidato que lleva meses criticando la inflación galopante1.
Los aranceles, por descontado, son tremendamente regresivos, como todos los impuestos al consumo. El coste para el hogar medio sería unos $1.700 al año, una cifra considerable. Trump, faltaría más, ni se plantea usar ese dinero para reducir el abultado déficit fiscal de Estados Unidos. Lo dedicaría a recortar otros impuestos.
Bajadas de impuestos
El único logro legislativo de cierta envergadura de la presidencia de Donald Trump, aparte de los enormes planes de estímulo de la era COVID (aprobados por un congreso controlado por los demócratas) fue una enorme bajada de impuestos. Durante la campaña del 2016, Trump prometió que la “gente como él” pagaría más tras su reforma fiscal, de ser elegido. Una vez en el poder, hizo lo mismo que todos sus antecesores republicanos y recortó los impuestos a los ricos.
La reforma fiscal es aún más regresiva de lo que parece, porque la bajada va más allá del impuesto sobre la renta. Trump baja el impuesto de sociedades del 35% al 21%, permite que los ingresos de “pequeñas empresas” como bufetes de abogados o hedge funds tributen bajo sociedades en vez de renta, y recortó también el impuesto de sucesiones.
Aparte de su bonita redistribución hacia arriba de la riqueza del país, la bajada de impuestos explica la práctica totalidad del déficit público de Estados Unidos una vez se han terminado los estímulos fiscales. La recaudación del gobierno federal, como porcentaje del PIB, disminuyó del 19,5% al 16,9%2.
Debido a las rebuscadas reglas presupuestarias del congreso de los Estados Unidos, para poder aprobar la reforma por mayoría simple en ambas cámaras los republicanos utilizaron un procedimiento diseñado para aprobar medidas presupuestarias que no tengan un impacto fiscal a largo plazo conocido como “reconciliación”. El truco para conseguir que una ley que aumentaba el déficit anual en 2,6 puntos del PIB no tuviera ese impacto fiscal fue ponerle fecha de caducidad, con los impuestos volviendo a los niveles del 2016 diez años después de su aprobación.
Esto parecerá una táctica torticera y muy trumpista, pero los republicanos tienen una larga tradición en legislar de ese modo. La también carísima y muy regresiva “reforma” fiscal de Bush hijo fue aprobada exactamente del mismo modo, provocando los colosales déficits durante su segundo mandato3. Esa bajada de impuestos fue revertida bajo Obama cuando el congreso dejó que expirara la reforma sin más, subiendo los impuestos con ello.
La promesa de Trump para su segundo mandato es hacer lo contrario: mantener los recortes de forma indefinida, e incluso, en el caso del impuesto de sociedades, reducirlos aún más. El coste fiscal de extender los impuestos (sin recortes adicionales) es de unos 400.000 millones al año. Los ingresos por aranceles serían, como mucho, unos 225.000 millones.
Dicho en otras palabras: Trump propone substituir los ingresos perdidos por una bajada de impuestos que favorece a los ricos con un impuesto que perjudica a los pobres y recauda menos dinero. El nuevo impuesto es inflacionario, y aumentar los déficits también.
Debilitar el dólar
Trump y los suyos están obsesionados con la idea de que el secreto de la prosperidad es tener balanzas comerciales favorables, exportando mucho más de lo que importamos. Esta es una idea completamente absurda (véase: Estados Unidos, el país más rico de la tierra), pero que les ha llevado a explorar y proponer la idea de devaluar el dólar para competir mejor en los mercados internacionales.
Es una idea increíblemente peligrosa. Para empezar, destruir el valor de la moneda de reserva del sistema financiero internacional es jugar con fuego, y algo increíblemente estúpido si acabas por hacer que pierda ese estatus. Segundo, es también inflacionario, algo que en teoría preocupa a Trump. Tercero, porque de buen seguro acabará provocando devaluaciones competitivas de otros estados, potencialmente creando una crisis financiera. Aunque parece una propuesta absurda, estamos hablando de Trump; claro que le parecerá bien.
Populismos: propinas
A estas agradables ideas plutocráticas, Trump suele añadir la idea de eliminar el impuesto sobre la renta de las propinas.
Como he explicado alguna vez (tanto aquí como en cierto libro que os animo que compréis), un porcentaje considerable de trabajadores del sector de hostelería y servicios tienen un salario mínimo muy inferior al resto, ya que dependen de las propinas como mayor fuente de ingresos. El origen de esta práctica es (como muchas cosas en este país) esencialmente racista, pero hace que los camareros tengan ingresos mucho más impredecibles e inestables que en cualquier otro lugar civilizado4.
Trump ha decidido, como bandera populista, proponer eliminar el impuesto federal sobre la renta en propinas. Esto parece una buena idea, ayudando a la camarera encantadora del diner local, pero es una idea increíblemente regresiva a poco que empiezas a rascar un poco. Para empezar, la exención excluye a todos esos currelas del sector servicios que no cobran propinas; esto es, una cajera de supermercado no vería un duro, mientras que una camarera en una bar sí. Segundo, dentro de los trabajadores que cobran propina hay una enorme disparidad de ingresos. Alguien que trabaja en un restaurante familiar seguramente tiene ingresos lo suficiente bajos para pagar muy pocos impuestos5, mientras que alguien en un restaurante o bar caro acabará ahorrándose un dineral.
El problema más grave con la propuesta, no obstante, es que crea una montaña de incentivos perversos, “animando” a muchas empresas a convertir salarios en propinas. El problema no es tanto en cajeros de supermercado que ahora te pedirán un porcentaje de sus ventas mientras te ponen la compra en bolsas, sino en abogados, contables y demás gente de mal vivir que cambiarán sus honorarios a service fees o algo similar. Esto parecerá absurdo, pero es literalmente lo que la propuesta de ley de Ted Cruz para implementar la idea trumpiana permite.
Incluso de implementarse bien (cosa que dudo que se haga), es un recorte fiscal básicamente ficticio y mucho menos efectivo que simplemente subir el salario mínimo para los camareros de una maldita vez.
Populismos: eliminar el impuesto sobre la renta en las pensiones
Estados Unidos empezó a cobrar el impuesto sobre la renta a los pensionistas allá por 1983, cuando Ronald Reagan cubrió parte del coste de sus enormes bajadas de impuestos a los más ricos con una subida de impuestos a pensionistas. Un montón de reformas fiscales después, los jubilados que cobran menos de $25.000 al año en pensión no pagan impuestos ($32.000 si están casados), y un tipo reducido por encima.
La propuesta de Trump es que las pensiones estén completamente exentas, haciendo que nadie pague. Es una medida que favorece abrumadoramente a los pensionistas con más ingresos, con los jubilados que reciben más de $63.000 al año llevándose casi todo el pastel. Aparte de ser una medida cómicamente regresiva, es carísima, con una reducción de ingresos de unos 160.000 millones anuales dedicados casi íntegramente a quién más tiene.
Conclusión: seriedad, poca
Para un candidato que alardea de sus conocimientos económicos, su disciplina fiscal, su amor por el hombre común y su interés por reducir la inflación, el paquete de medidas de Trump es excepcionalmente chapucero. De implementarse, provocaría una guerra comercial morrocotuda, una probable crisis financiera y un boquete fiscal colosal en las cuentas públicas americanas.
A pesar del absurdo, las dos medidas más ambiciosas son más que factibles políticamente: el presidente puede establecer aranceles de forma unilateral, y un hipotético congreso republicano firmará cualquier bajada de impuestos que le pongan delante. Así que, de ser elegido, es más que probable que nos topemos con un gobierno americano con una política económica la mar de errática, justo cuando la economía mundial más depende de Estados Unidos.
Una nota final. Si alguien cree que bajar impuestos hará que el crecimiento económico se dispare, le invito que me identifique el momento exacto de la rebaja fiscal de Bush y Trump (o la subida de impuestos de Obama) en este gráfico:
Que dejó de serlo hace más de un año.
Sí, el gobierno federal es muy, muy pequeño. Vale la pena recordar que algo más de la mitad del gasto público está en manos de los estados y municipios.
La abrumadora mayoría de la deuda acumulada por Estados Unidos este siglo es fruto de esas dos bajadas de impuestos.
Nota: si estáis en Estados Unidos de turismo y no dejáis el 15-20% de propina que es la norma social del país, sois malas personas.
O incluso recibir un crédito fiscal. El IRPF federal es muy progresivo, y tiene muchos créditos para rentas bajas.