Estos días me está empezando a asaltar una pequeña duda. Tras años de mirar a los muros de esta (casi) patria mía, si un tiempo fuerte, ya desmoronados, etcétera, me sorprendo a mí mismo en ocasiones con retazos de optimismo mirando al sistema político de Estados Unidos.
Anticipando el desastre
Aunque siempre he dicho por aquí que Estados Unidos es un país que se reinventa a sí mismo con una frecuencia pasmosa, los años de Trump y la locura final de su mandato habían puesto una sombra sobre el futuro de este país. Una pulsión reaccionaria había tomado el control de uno de los dos grandes partidos, y las fuerzas de progreso apenas habían sido capaces de contenerla. Las enormes ventajas institucionales del movimiento conservador, desde el diseño del senado a la supermayoría en el supremo, no harían más que complicar aún más esta lucha. El país más poderoso de la tierra se abocaba a una paralisis política eterna, en el mejor de los casos, o una impredecible constitucional fruto del creciente autoritarismo de una minoría nacionalista y autoritaria.
Las democracias, especialmente las democracias en países ricos, son sistemas de gobierno mucho más resistentes y flexibles de lo que parecen, sin embargo, y hay señales de que quizás lo peor ya haya pasado.
Hablemos sobre matrimonio
La semana pasada sucedió algo que hace tres años era casi impensable: el senado votó, 61-36, legalizar el matrimonio homosexual a nivel federal. El matrimonio gay, recordemos, es legal en Estados Unidos desde el 2015, gracias a una sentencia del tribunal supremo. Los republicanos llevaban décadas oponiéndose a esta medida, y reaccionaron con indignación a la sentencia; la opinión pública del país, sin embargo, les había dejado atrás, y siguió alejándose del partido en años sucesivos:
El GOP fue dejando atrás su rechazo a este derecho, y nadie pensó en que fuera necesario codificarlo; una sentencia del supremo es casi inamovible, al fin y al cabo.
Dobbs v. Women´s Health Organization, la sentencia sobre el aborto de hace unos meses, cambió el cálculo. Como expliqué entonces, el mismo principio constitucional que “creaba” el derecho al aborto (el derecho implícito a la intimidad, no enumerado en la constitución pero asumido por la jurisprucencia desde hacía décadas) es en el que se basa Lawrence v. Texas, la sentencia del 2003 (¡!) que prohibía las leyes contra la sodomía. La derogación de Roe implicaba que Lawrence era constitucionalmente vulnerable, y por lo tanto que Obergefell (matrimonio gay) también lo era. Clarence Thomas, uno de los jueces del bloque conservador, lo puso por escrito en su voto particular en Dobbs, señal inequívoca que la mayoría reaccionaria se lo estaba planteando.
Los demócratas inmediatamente respondieron diciendo que era hora de codificar el aborto y matrimonio homosexual por ley a nivel federal. Y los republicanos contestaron que quizás el aborto no, pero que sobre el matrimonio gay estaban dispuestos a negociar, siempre que no se politizara demasiado y se votara después de las elecciones.
Muchos comentaristas pidieron al partido que, en vista de los sondeos, forzaran un voto para poner al GOP en una posición incómoda (o cabrear a sus bases evangélicas o quedar como unos carcas imposibles), pero Joe Biden y los líderes del senado prefirieron esperar. Era mejor pactar con los republicanos moderados, asegurar el tiro, y sacar la ley adelante, evitando el ventajismo político.
Para mi sorpresa, tenían razón: los demócratas sacaron un resultado excepcionalmente bueno en las elecciones, y el GOP cumplió su palabra. El derecho al matrimonio homosexual está protegido por ley, no según interpretación del oráculo constitucional.
Nuevos consensos
Lo más interesante del asunto, sin embargo, es que esta clase de cooperación ha dejado de ser inusual. En los últimos meses estamos viendo una cantidad considerable de leyes en el senado siendo aprobadas con votos de ambos partidos (algo imprescindible para romper filibusters y los sesenta votos para cerrar el debate), hasta el punto que una parte considerable de la agenda del presidente ha salido adelante de esta manera. Tanto la ley de infraestructuras como la de I+D recibieron votos republicanos, y cosas que durante los últimos años habían sido improbables (como una reforma del sistema de correos o incluso control de armas) son aprobadas. No estamos hablando aún de pactos de estado sobre grandes temas, pero no son reformitas irrelevantes.
Más importante aún, esta tendencia no es del todo nueva: como señalaba Matt Yglesias el año pasado, el fenómeno del congreso aprobando nuevamente leyes negociadas por ambos partidos empezó a finales de la administración Obama, y no se detuvo durante la era Trump. Lo que es nuevo es que las leyes aprobadas de este modo bajo Biden no son sobre cuestiones técnicas o temas periféricos, sino que forman parte del núcleo de la agenda de uno de los dos partidos. La tendencia a buscar consensos, además, se extiende incluso a temas increíblemente polémicos; no sólo armas de fuego, sino incluso inmigración.
Aunque es complicado decir si esto son anécdotas o una tendencia sostenible, mi sospecha es que los incentivos de ambos partidos están cambiando lo suficiente como para explicar estos cambios.
Polarización y fragmentación
El sistema de partidos “tradicional” de Estados Unidos (que era un tanto ficticio, todo sea dicho, y duró muchos menos años de lo que muchos creen), antes de la polarización de la era Clinton y Gingrich, se basaba en que los moderados de ambos partidos eran a menudo muy similares. El demócrata más conservador estaba a menudo a la derecha del republicano más liberal, así que en el congreso había mayorías flexibles para muchos temas. El realineamiento político de los noventa (iniciado por Nixon y culminado por Newt), sin embargo, creó dos partidos mucho más homogéneos construidos sobre dos coaliciones geográficas y demográficas casi igualadas, haciendo mucho más complicado construir consensos. Los demócratas eran norteños, costeros, urbanos y multiculturales, los republicanos rurales, sureños y blancos. Había poco que discutir.
Los años de Trump (aunque la tendencia empieza bajo Obama) empiezan a fracturar estas coaliciones. En el lado demócrata, los latinos empiezan a repetir la tendencia de otros grupos anteriores según crecen y se asientan en el país: empiezan a ser menos homogéneos, estar más asentados, y volverse más conservadores. En el lado republicano, las viejas apelaciones al resentimiento dejan de ser dominantes en el voto blanco, y empiezan a perder a universitarios y suburbios pudientes a espuertas.
Evolución y adaptación
En el particular modelo organizativo de los partidos americanos, esto no produce una respuesta racional u organizada por parte de las élites; lo que vemos es algo más parecido a una evolución. Durante los tres últimos ciclos electorales, tanto demócratas como republicanos han experimentado con candidatos de todos los colores por todo el país, y el cambio en el electorado ha empezado a seleccionar una nueva generación de políticos mejor adaptada a este nuevo ecosistema. Los demócratas están empezando a ofrecer una versión renovada del populismo (desde Fetterman hasta Warnock), menos centrada en temas identitarios. Los republicanos están viendo el fracaso repetido de sus candidatos trumpistas y los archicapitalistas estilo Paul Ryan en las urnas, y empiezan a moverse hacia un conservadurismo más moderado en lo económico y menos doctrinario en lo social. Los legisladores que ya estaban en el congreso, mientras tanto, han visto cómo están cambiando los vientos, y empiezan a adaptar su estrategia legislativa en esa dirección.
El cambio en el clima político lo estamos viendo también en la particular relación del GOP con Donald Trump. El final de la carrera política del expresidente probablemente no será un Götterdämmerung terrible donde los líderes del partido se enfrentan a él de forma dramática, sino un lento proceso de dejar de hacerle caso. Los notables republicanos reaccionaron con poco entusiasmo al anuncio presidencial de Trump, y todo apunta que muchos básicamente han dejado de cogerle el teléfono. En vez de ser el centro del debate, es alguien que es activamente ignorado, por muchas burradas que diga. En el lado demócrata, mientras tanto, tenemos la entusiasta marcha alejándose de consignas como defund the police, y el hecho de que nominaron a Joe Biden, el hombre más moderado y menos woke de la tierra, como candidato a presidente.
Queda por ver si estos cambios son sostenibles, por supuesto. Mi teoría se basa en que los políticos quizás tienen principios, pero los partidos llega un punto donde se cansan de perder. Tanto demócratas como republicanos se han dado cuenta, casi al mismo tiempo, que la estrategia que les daba elecciones allás por el 2014 (la última gran victoria del GOP) o 2012 (la reelección de Obama) no eran viables a largo plazo, y están cambiando tan rápido como pueden. Los demócratas sabían que iban camino de ser una minoría perpetua en el senado, así que están intentando ganar terreno en el sur y sureste, y quizás incluso en zonas rurales del centro del país. Los republicanos no podían permitir perder el voto latino para siempre, así que han abrazado el populismo económico.
Que conste, no estoy nada seguro de que estos “brotes verdes” sean reales, o si la luz al final del túnel es un tren que viene de cara. Lo que creo que está bastante claro es que el mapa mental que teníamos del electorado el 2016 estaba cambiando a marchas forzadas, y que vamos a ver cosas la mar de interesantes en años venideros.
Todo esto no implica, por supuesto, que el país vaya a estar mejor gobernado bajo un régimen más “bipartidista”. Pero eso es algo que dejaremos para otro día.
Bolas extra:
Hablando de candidatos trumpistas, el inenarrable Herschel Walker ha perdido en Georgia; los demócratas tendrán 51 senadores. Raphael Warnock, el ganador, es poco menos el retrato robot de un candidato demócrata que puede ganar en el viejo sur.
Hertz, la compañía de alquiler de coches, tendrá que pagar 168 millones de dólares de indemnización a cientos de clientes a los que acuso falsamente de robar sus vehículos. Es una cifra irrisoria, teniendo en cuenta de que Hertz lo hacía para ahorrar dinero (no saben dónde han dejado un coche, denuncian al cliente) y que una de las víctimas se pasó treinta y siete días en la cárcel, y otro se tiró medio año en prisión.
El supremo, que no depende de elecciones, va a decidir si quiere destruir la democracia en el país tal como la conocemos o no. Y todo apunta a que quizás lo hagan.
Alucinadita me he quedado pero no tanto: se venía “oliendo”