Los americanos están fascinados con sus tribunales. No que los admiren o aprecien excesivamente (los abogados son cordialmente detestados por todo el país), pero no pueden dejar de hablar, hacer series televisivas y escribir novelas sobre ellos. Los juzgado son un buen lugar para explicar y desarrollar historias, siendo como son un sistema de resolución de conflictos y disputa, pero el sistema americano tiene un punto dramático, teatral, que lo hace especialmente atractivo: sus jurados.
Los jurados populares no son una institución única a Estados Unidos; hasta donde sé, se usan de forma habitual en países de common law (esto es, tradición legal británica) y de forma limitada en muchos países de Europa, incluyendo España. Aquí, sin embargo, se usan para casi todos los casos (la excepción son pleitos contra la administración o conflictos competenciales), y en todos los niveles de gobierno. Hay jurados para casos estatales, hay jurados para casos federales, hay jurados para disputas civiles, hay jurados para acusaciones penales. Y dado que los americanos son tan aficionados a cometer crímenes y a ponerse pleitos unos a otros, los tribunales necesitan un suministro constante de ciudadanos imparciales dispuestos a alcanzar un veredicto sobre casi cualquier tema.
Cosa que me lleva a una mañana de hará un par de años, un día de mayo, cuando me tocó acudir a los juzgados estatales en New Haven, citado para formar parte de un jurado.
La lotería
El sistema para seleccionar a miembros de un jurado en Connecticut es bastante simple: cada semana, el poder judicial hace una lotería entre todos los ciudadanos en las bases de datos del estado para seleccionar de forma aleatoria unas 10.000-12.000 y citarlos para tomar parte en un juicio. Es obligatorio responder a esta llamada; aunque hay formas de escaquearse (enfermedad, estar fuera del estado o en el ejército…) la multa por no presentarse sin causa justificada es considerable. Aunque es posible que te cancelen la cita en el último momento, lo más probable es que te toque acudir a los juzgados… y esperar.
Mi día empezó, como es preceptivo en Estados Unidos, con un control de seguridad, detector de metales, etcétera, y subir a la amplia sala de espera para jurors en la última planta. Como todos los edificios públicos en este bendito país, el juzgado tiene el aspecto de un edificio que fue renovado por última vez hace 25 años y que nadie se ha preocupado de cuidar demasiado. Las sillas eran incómodas, la moqueta pasada de moda y ese olor de aire acondicionado al que no le cambian el filtro lo suficiente a menudo, pero al menos tenía ventanas y una bonita vista sobre la ciudad.
Tras una breve espera junto con un centenar de otros ciudadanos con espíritu cívico y cara de profundo aburrimiento, fuimos recibidos con un breve discurso de bienvenida del sargento de los marshall (la policía judicial), explicándonos lo importante que era nuestra labor, lo que podíamos esperar del día, dónde estaban los lavabos, máquina de café, y demás. Acto seguido, nos pidió a todos que nos levantáramos (all rise) señal de que era la hora de recibir a uno de los jueces. El hombre, un señor mayor togado muy amable, nos contó algunas normas básicas sobre el sistema, nos dio otra vez las gracias, y nos dejó viendo uno de esos videos insufribles que tanto gustan a las administraciones públicas americanas explicándonos los deberes y obligaciones de un jurado.
No me digáis que no es encantador.
A la espera
Tras eso… nos tocaba esperar. Durante el día, los juzgados van tomando en consideración casos, uno tras otro, por todo el edificio. En general, la mayoría de los pleitos y acusaciones criminales no van a juicio; las dos partes llegan a un acuerdo antes del juicio oral, o la fiscalía ofrece un trato al acusado para ahorrarse todo el proceso. Muchos de estos acuerdos se cierran antes del día del juicio, pero no todos, así que los jueces a menudo tienen casos que se resuelven sin necesidad de llamar a un jurado.
Cuando a un juez le llega a un caso que sí irá a juicio es cuando llama al piso de arriba y pide que le envíen un puñado de candidatos. Mi turno me llegó después del almuerzo, tras pasarme unas buenas cuatro horas leyendo una novela. Es perfectamente posible, sin embargo, que te pases todo el día esperando y no te llamen nunca, librándote así de ser miembro de un jurado.
La mayoría de los jurados en Connecticut tiene nueve miembros, pero hay siempre un proceso de selección previa. En mi caso convocaron sobre una veintena de personas, y nos llevaron a una sala de espera más pequeña en una planta inferior. Para garantizar la imparcialidad de los jurors, no tienes ni la más remota idea sobre qué caso te puede tocar; así que nos divertimos especulando. La preferencia casi universal es que por favor fuera algo rápido y sencillito, y desde luego, nada de homicidios, violaciones o violencia.
La selección
El proceso de selección es, en sí mismo, algo teatral. En el voir dire (porque obviamente, usan un semi-latinajo para que suene importante), tras juramento de decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad (porque eso lo dices, y mola mil) los abogados de ambas partes interrogan a cada candidato ante el juez sobre su quienes son, posibles sesgos, e imparcialidad. Ambos bandos pueden vetar o excluir un número limitado de jurors potenciales, aunque el juez tiene la palabra final.
En un avance de lo épico y decisivo que iba a ser el caso, los letrados me interrogaron sobre mis conocimientos sobre seguros de coche, dolores de espalda, y si tenía algún familiar o conocido que fuera médico, mecánico de coches, o trabajara en una aseguradora. Contesté honestamente (ni idea sobre nada y no conocía a nadie), me dieron las gracias, y me enviaron de nuevo al piso de arriba a esperar otro rato.
Al cabo de una hora, me avisaron de que había seleccionado, junto a ocho ciudadanos y dos suplentes, juror para una disputa civil de suma importancia entre una mujer que había sufrido un accidente de coche y sufría secuelas en forma de dolores de espalda y la compañía aseguradora del conductor del otro coche implicado en el accidente. Me dieron día y hora la semana que viene, avisaron de que si me lo saltaba la multa iba a ser de impresión, y me dieron las gracias, otra vez, por estar allí.
A ver, no lo voy a negar. Tras esperar tanto rato, me hacía ilusión y todo.
El juicio
Una semana después, tras avisar a mi jefa de que me tocaba (otra vez) ir a los juzgados (los empleadores están obligados a darte el día libre para servir como juror), me planté otra vez New Haven, así con cara de persona responsable, para solventar una disputa entre dos partes en un tribunal.
El ritual para abrir el juicio es algo que todos hemos visto en las películas. Primero entran las partes, después los honorables miembros del jurado, y después el muy honorable juez (all rise!). Este nos repite, una vez más, lo importante que es nuestra tarea, y nos explica con cierto detalle los puntos claves de lo que será nuestro trabajo durante los próximos días. Tras eso, nos toma el juramento, y empieza el juicio.
Las normas de conducta para los miembros del jurado son interesantes, y merecen cierta discusión. Para empezar, está terminantemente prohibido hablar sobre el caso con nadie fuera de la sala, y por supuesto, tener contacto alguno con ninguna de las partes. Durante un juicio no puedes contar nada a amigos, conocidos y familia, y si lo haces, te pueden echar del jurado. Si lo haces aposta, además, te caerá una multa, por listillo.
Los miembros del jurado, además, tienen terminantemente prohibido estudiar o hacer cualquier clase de lectura por su cuenta sobre el tema a tratar. Lo único que pueden tener en cuenta al decidir sobre el caso es lo que escuchen de las dos partes, las pruebas ante el tribunal, y las declaraciones de testigos y expertos. Un juicio es un debate organizado entre dos equipos de juristas, y esos son los únicos argumentos sobre la mesa. Nada más.
Mi juicio se alargó un par de días. Las dos partes abrieron con una intervención presentando el caso, con las abogadas intentando darnos su punto de partida para lo que íbamos a escuchar. La demandante trajo un experto (un médico) y subió al estrado a testificar; los abogados de la aseguradora trajeron varios informes como pruebas, a un experto propio, e hicieron sus preguntas a la demandante. Dado que el público de todo este espectáculo éramos los nueve jurors, las letradas hicieron un esfuerzo considerable para evitar jerga o términos confusos, mientras construían su historia sobre lo sucedido y las intenciones de la demandante.
Tras varias horas de preguntas, interrogatorios, presentaciones y abogados diciendo I object, your honor de forma ocasional (lo dicen, cosa que me hizo mucha ilusión también), las dos partes cierran con sus closing arguments, su presentación final. Primero la demandante, con historias de dolor y sufrimiento y una aseguradora que se niega a compensar a alguien que ha pasado unos meses traumáticos. Después la aseguradora, diciendo que, si bien están dispuestos a pagar algo de dinero, la demandante está intentando sacar dinero de un dolor de espalda que le apareció meses después del accidente, sin pruebas creíbles que la colisión tuviera nada que ver.
Estas presentaciones, como todo en el sistema judicial americano, tienen un punto de teatralidad. La abogada de la demandante hizo una presentación llena de pausas dramáticas, apelaciones a nuestra empatía, y pedir que se hiciera justicia. Era un caso pequeño en una ciudad de provincias, pero se lo tomaba completamente en serio. La abogada de la defensa era una mujer joven, visiblemente nerviosa; un abogado senior seguía desde el público, seguramente uno de sus jefes ayudándola en uno de sus primeros casos ante el juez. Nos explicó, de forma metódica y sin aspavientos, lo mucho que sentía que la demandante tuviera problemas de espalda, pero que las lógica y evidencia dejaban bastante claro que estos no provenían del accidente.
El veredicto
Al acabar el proceso de argumentación, es el juez, en sus instrucciones al juzgado, nos explicó qué leyes debíamos tener en cuenta para resolver la disputa, y qué debíamos decidir los jurors sobre el caso. Siendo como era un juicio civil donde ambas partes estaban de acuerdo en qué había sucedido, nuestro trabajo iba a ser decidir el valor de la indemnización que la aseguradora iba a pagar a la demandante, un tema relativamente sencillo. En temas más complejos, los jurors pueden encontrarse con un documento con decenas de páginas y una mini- conferencia de un par de horas del juez explicando los detalles del caso.
Tras su explicación, el juez pidió al alguacil que nos acompañara a una sala de reuniones adyacente, nos sentaron alrededor de una mesa, y nos dejaron a solas.
No sé si tuve suerte, pero la discusión y debate que tuvimos entre los miembros del jurado me hizo recuperar cierta fe en la institución. Todo el mundo había seguido el juicio con atención y tenía buenas notas; tuvimos una discusión franca y detallada sobre lo que nos habían contado, qué historia era más creíble, y qué decisión deberíamos tomar. Entre los nueve jurors había de todo, desde un periodista del diario local a un taxista, un par de administrativos, un empleado en un supermercado y una contable. Todos dieron su opinión, escucharon a los otros, convencieron y se dejaron convencer.
Nos tomó más de tres horas y un par de preguntas al juez sobre detalles de la ley que no teníamos claros, pero llegamos a un veredicto unánime, y una decisión que nos dejó a todos satisfechos. Nuestra sentencia fue que la demandante merecía una indemnización por el accidente y los tratamientos en las semanas inmediatamente posteriores, pero no por sus dolencias más allá de seis meses. No recuerdo exactamente la cifra final (creo que rondaba los $15.000), pero era mucho más cercana a lo que ofrecía la aseguradora que lo que pedía la mujer accidentada.
El ritual para la sentencia fue, de nuevo, el que habéis visto mil veces. Entran las partes, después el jurado, después el juez (all rise). El juez pregunta al portavoz del jurado si hemos alcanzado un veredicto, le pide al marshall que le traiga una copia, y pregunta por cada uno de los temas a tratar. Todo con las mismas pausas dramáticas que uno espera en televisión, y sin saber bien si los guionistas están reflejando la realidad o si la realidad está copiando a los guionistas. Dictamos sentencia, la demandante se giró a su abogada increíblemente cabreada de inmediato, la letrada de la aseguradora fue felicitada por su jefe efusivamente, y el juez nos dejó marchar.
Tras firmar unos papeles, estaba oficialmente libre de ser llamado a servir en un jurado estatal durante los próximos tres años. Se había hecho justicia, más o menos, en la forma y método de los tribunales de Estados Unidos.
Notas finales
Mi intuición, y la del resto del jurado, es que la demandante estaba intentando extraer dinero, sin más, de la aseguradora, con uno de esos despachos de abogados “persigue ambulancias” tan típicos de Estados Unidos. En estos casos la demandante no paga, de entrada, los honorarios de los abogados, sino que estos se quedan con un porcentaje de la indemnización. Sospecho que la aseguradora les ofreció una cifra considerablemente más alta a lo que decidimos en el juicio, y la mujer estaba furiosa de que le hubieran aconsejado rechazarlo y acabar recibiendo menos dinero de lo que esperaban.
Para la aseguradora, este era casi seguro un caso menor. Habían presupuestado una indemnización y sabían que tenían los hechos de su lado, así que enviaron a una junior y no se preocuparon en gastarse demasiado dinero trayendo expertos o sepultando a la demandante con montones de exigencias de historiales médicos. Les salió bien, acabaron pagando relativamente poco, y todos contentos.
Por supuesto - como todo en este país, y siendo esta la frase que más repito en este boletín, la regulación exacta de cómo funcionan los tribunales varía mucho de un estado a otro. Sobre la justicia americana, como sistema, hablaremos más otro día, porque hay mucho, mucho que contar.