Con las dos convenciones ya terminadas, Estados Unidos se prepara para las elecciones de noviembre. Tradicionalmente, el día del trabajo, el festivo del primer lunes de septiembre, es cuando las campañas presidenciales entran en su periodo culminante. Acabadas las vacaciones, con los niños en el colegio, es cuando los votantes empiezan a prestarle atención. Es la fase decisiva de la campaña, la hora de los debates, el bombardeo publicitario, los mensajes, los mítines, el caos organizado que representa una caravana electoral en un país del tamaño de un continente.
Este “calendario”, por supuesto, tiene un poco de convención periodística. Pre-1972, cuando los partidos no tenían primarias como entendemos ahora y los candidatos eran escogidos con relativa frecuencia en las convenciones, labor day sí que era una fecha bastante significativa. En épocas más recientes, los partidos han reorganizado sus primarias para intentar tener a un candidato en firme en abril o mayo, así que tanto Trump como Biden llevan meses de campaña electoral, y los medios llevan meses cubriéndola.
Durante las próximas semanas todo el mundo en este país va a estar completamente obsesionado con encuestas y márgenes de error (no olvidéis mi pequeña guía sobre cómo leerlas), viendo grandes cambios de tendencia ante cualquier sondeo que se salga un poco de la norma y visitando 538 religiosamente para ver qué nos cuenta el oráculo de Nate Silver.
No voy a negarlo, 538 es la segunda página que miro cada mañana cuando desayuno. Pero antes de perder los nervios ante cada pequeña oscilación, vale la pena recordar una de las gráficas más curiosas e importantes de la presidencia de Trump: su índice de aprobación.
Esto es lo que vemos:
Trump es investido el 23 de enero del 2017. A las dos semanas, sus indicadores de popularidad pasan a cifras negativas. Desde entonces, y hasta el día de hoy, su índice de aprobación ha oscilado alrededor del 42%. A veces baja un poco (estuvo por debajo de 40 buena parte del 2017), a ratitos sube hasta 43-44. El cierre del gobierno federal a principios del 2019 le costó 3-4 puntos de apoyo, pero los recuperó en pocas semanas. El impeachment tuvo un impacto menor (1-2 puntos), pero estaba olvidado al poco tiempo. Trump, como casi todos los líderes occidentales, vio su popularidad repuntar ligeramente al principio de la pandemia, pero volvió a caer rápidamente cuando las muertes empezaron a acumularse. Incluso tras el desastre, al cabo de un mes estaba otra vez en 42%, y ahí sigue.
Sus números son un poco mejores (1-2 puntos) entre votantes registrados, y un pelín peores entre toda la población adulta, pero la estabilidad a largo plazo de esta gráfica es fascinante. La mayoría de los americanos decidieron cuál era su opinión sobre Trump allá por principios del 2018, y nada parece cambiar sus conclusiones a largo plazo.
¿Qué impacto tendrá esto de cara a las presidenciales? Para empezar, los sondeos de intención de voto han sido también increíblemente estables:
Aparte de una pequeña oscilación en abril (cuando Bernie Sanders se retira de las primarias y Trump tiene el ligero saltito al empezar la pandemia), la ventaja de Biden se mantuvo estable alrededor de seis puntos hasta junio y está entre ocho y nueve en los últimos tres meses, tras la muerte de George Floyd y la reacción ante las protestas.
No es la campaña más divertida del mundo, ciertamente.
Que llevemos tres años de profundo aburrimiento demoscópico, sin embargo, no quiere decir que las cosas puedan cambiar de aquí a noviembre. Para empezar, tenemos una epidemia, un montón de protestas y una crisis económica descomunal ahí fuera; cualquier de las tres cosas puede traernos sorpresas y cambios inesperados (una vacuna, ciudades en llamas, recuperación más rápida de los esperado…) que favorezcan a Trump.
Aunque las oscilaciones salidas de cualquiera de estos cambios sean pequeñas, hay una diferencia sustancial, si eres Trump, entre llegar a las elecciones con un 44-46 de aprobación o llegar con 41-42. Los sondeos de estado a estado parecen indicar que, igual que sucedió el 2016, Trump tiene una ventaja considerable en el colegio electoral, ya que los estados decisivos electoralmente (ya sabéis cuales: Florida, Michigan, Pennsylvania, Wisconsin) son más conservadores que la media nacional.
El colegio electoral sobrerrepresenta a los estados rurales con poca población. Por defecto, un candidato republicano tiene un suelo electoral más alto y empieza a competir en territorio más favorable. En el 2016, Trump perdió por tres millones de votos a nivel nacional (2,1 puntos) pero ganó la presidencia con una carambola extraordinaria (menos de 80.000 votos de ventaja entre los tres estados clave). Este año, depende de cómo hagas las cuentas y de cuál sea la diferencia entre el voto en los estados clave y la media nacional, Trump podría perder por cinco millones de votos (casi cinco puntos) y ganar igualmente la presidencia. Poco importa si Biden gana en California por 20 o por 30 puntos, si en Wisconsin pierde por dos o tres. Para el colegio electoral, los márgenes de victoria no importan.
De momento, Biden saca resultados entre dos y cuatro puntos peores en los sondeos de los estados clave comparado con sus resultados nacionales, dependiendo de cómo compiles los datos. Esto quiere decir que Trump no necesita estar al 48-50% de aprobación para ser competitivo; si sus sondeos mejoran cuatro o cinco puntos, tendría a Biden a tiro. De hecho, a Trump le basta con estar a 3-4 puntos de distancia de Biden para tener serias opciones de ganar.
¿Es esta constatación algo increíblemente bananero e injusto, indigno de un país que dice ser una democracia avanzada? Por supuesto. Si Trump ganara otra vez con una minoría del voto popular, tres de las últimas seis elecciones presidenciales habrían sido ganadas por alguien que recibió menos votos que su oponente. Algunos observadores han señalado que el GOP parece asumir que Trump sólo puede ganar si esto se repite, ya que el voto popular lo tiene perdido.
No sé si Trump tiene el voto popular perdido por completo, pero dos o tres eventos que muevan un poquito las encuestas (2-3 puntos en total) más algo de movilización adicional de votantes republicanos, más 1-2 puntos de errores de estimación en los sondeos pueden hacer que este margen aparentemente gigante de Biden se desvanezca. No es probable que eso suceda (también podemos tener sorpresas que perjudiquen a Trump, no lo olvidemos) pero no es imposible.
Dije exactamente lo mismo, por cierto, el 7 de noviembre del 2016. Y ya sabemos lo que acabó sucediendo.
Bolas extra:
Nótese que en los Estados Unidos se celebra el día del trabajo (Labor Day) y no el día del trabajador. La decisión de que esto sea así data de la presidencia de Grover Cleveland, y sí, era para combatir el socialismo.
No voy a escribir gran cosa sobre el discurso de Trump en la convención. Fue larguísimo (70 minutos), francamente mal escrito y muy aburrido. Si os apetece, lo podéis ver aquí.
Trump no es mal orador, pero es alguien que es incapaz de dar un buen discurso si tiene que leerlo en un teleprompter; está infinitamente más cómodo improvisando, hablando de forma espontánea, y respondiendo a las reacciones de la multitud.
En un evento tan importante como la convención, sin embargo, alguien tomó la decisión de que Trump no improvisara y leyera su intervención. Esto es bastante sensato conociendo la tendencia del presidente a salirse de tono, pero tiene el inconveniente de que Stephen Miller, el tipo que escribe los discursos de Trump, es espantosamente malo en su trabajo.
El texto que le dan a Trump es larguísimo, incoherente, repetitivo y lleno de banalidades; completamente infumable. El presidente hace un trabajo bastante decente leyéndolo hasta el punto de que no sonó del todo mal en ocasiones, pero hacia el final incluso él se estaba aburriendo.¿Por qué Stephen Miller es el escritor de Trump, y no alguien más competente? Porque todos los escritores de discursos presidenciales recientes en el lado del GOP se han ido del partido y se oponen a Trump.
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