El primer y último día
Luces y sombras en el primer día del periodo de sesiones de Connecticut
El miércoles después del primer lunes de enero (en años impares) es uno de mis días favoritos del calendario. Esta es la fecha que la constitución del estado de Connecticut establece como el primer día del periodo de sesiones, cuando los legisladores juran el cargo y (en años electorales) el gobernador, fiscal general, tesorero y demás toman posesión de sus cargos.
El primer día de la legislatura es siempre una jornada relajada, alegre, jovial. La cultura política de Connecticut, como en casi toda Nueva Inglaterra, tiende a la modestia y la cercanía; en el Capitolio todo el mundo se conoce, y se suele rehuir el conflicto abierto y la polarización de otros lugares. Aunque hay rencores y odios (y hay legisladores que no pueden ni verse, casi siempre del mismo partido), el primer día es uno de celebración y reencuentro, de honrar la larga historia de autogobierno de este pequeño terruño. La primera constitución escrita del estado (las Fundamental Orders) datan de 1639, al fin y al cabo; esta es una democracia vieja, algo que les gusta recordar a menudo.
Me pasé el día, como casi todo el mundo en el mundillo de la política estatal, en el Capitolio. No era un día en que nadie iba a decidir nada, pero sí era un día de saludar, abrazar y charlar con colegas y legisladores. La gente está de buen humor; los políticos invitan a sus familias. Los periodistas están todos ahí para cubrir el evento, pero saben que nadie va a generar noticias, así que están encantados de comentar chascarrillos y bromear. Los únicos que andan medio aturdidos son aquellos que acaban ser escogidos al cargo por primera vez, pero suelen estar tan felices y contentos que poco les importa.
Este es también el único día en que todas las leyes, propuestas, e ideas que tenemos para la legislatura están en buen camino, donde todos los legisladores te tan la razón e incluso la gente del equipo del gobernador está entusiasmada con tus ideas. Los disgustos y peleas vienen después.
Connecticut, como casi todos los estados del país, tiene un legislativo a tiempo parcial (sólo California, Nueva York, Pensilvania y Michigan tienen legislativos “convencionales”). El periodo de sesiones dura cinco meses en años impares, y poco más de tres en años pares; los representantes y senadores cobran unos $40.000 al año. Cuando el legislativo está reunido, la mayoría se pasan el día entero en el Capitolio y edificios adyacentes, entre comités, reuniones, negociaciones, y debates en el pleno. Tienen que decidir sobre un presupuesto de casi 36.000 millones de dólares y legislar sobre un estado de 3,5 millones de habitantes, inmensamente rico pero (como en todas partes) lleno de problemas a resolver.
Es un trabajo horrible, y uno tiene que ser una persona muy peculiar y tozuda para dedicarse a él. Como es habitual en Estados Unidos (y un defecto compartido con muchos otros regímenes presidenciales), el ejecutivo tiene un papel muy menor en la redacción de leyes, así que los legisladores tienen montañas de trabajo y muy poco personal que les ayude. Los pobres tienen que poner toda su vida en suspenso durante varios meses, recibiendo gritos, alaridos y quejas de medio estado. El prestigio social de su puesto es además prácticamente nulo; casi nadie les conoce en su distrito, y su trabajo es poco menos que invisible, a pesar de ser inmensamente consecuente.
Eso hace que todos los legisladores estén un poco chiflados. También es motivo de mi enorme respeto hacia ellos. Incluso por los que me dan disgustos en cada votación.
Esta legislatura se abría con algunos cambios importantes en el capitolio en la asignación de comités. En un legislativo con una agenda tan apretada y donde las leyes son escritas y defendidas por los propios senadores y representantes, las personas que presiden un comité importan mucho. Al ser mixtos, siempre tienes dos co-presidentes, uno de cada cámara; ambos deciden qué leyes se debatirán en él y en qué orden, y son ellos los que deben convencer al speaker y el líder de la mayoría del senado de su importancia para llevarlos al pleno.
El comité en el que vamos a tener la ley más importante para nosotros este año, trabajo y empleo público, iba a tener un nuevo representante de co-presidente, Quentin “Q” Williams, y estábamos encantados con ello. “Q” sólo llevaba cuatro años como legislador (las legislaturas son de dos años), pero era un tipo brillante, carismático, y lleno de energía. Era la clase de tipo que era adorado por activistas y progresistas en el edificio por ser “uno de los nuestros”, alguien que conocía a todo el mundo en su distrito, se había ganado la confianza de movimientos sociales y podía hablar con convicción y vehemencia sobre justicia e igualdad. Era también alguien brillante y meticuloso que se estudiaba los temas como nadie, capaz de preparar legislación, dominar temas complicados, y construir consensos alrededor de ella. Los líderes del partido (mucho más centristas) le respetaban y tenían en gran estima; su designación para presidir el comité de trabajo era un enorme voto de confianza.
El primer día del periodo de sesiones “Q” estaba allí, saludando a todo el mundo, recibiendo felicitaciones por su nuevo cargo, hablando con activistas y colegas. Me lo encontré en las escaleras, camino del pleno; no recuerdo qué hablé con él exactamente, más allá de decir hola y supongo decir que le llamaría al día siguiente. Todo el mundo tuvo interacciones parecidas; saludar, hola, un chiste, una broma. Algo así.
Las festividades del día acaban con el Governor´s Ball, una gala (no demasiado formal) que el gobernador organiza al final del día, y que se suele alargar hasta medianoche. Camino de vuelta hacia su distrito en Middletown, “Q” se encontró un coche circulando a alta velocidad en la autopista en dirección contraria, y no pudo evitar la colisión. Murió en el acto. Tenía 39 años.
Aunque llevo bastante tiempo dando tumbos por el capitolio, a “Q” no le conocía demasiado. Sólo coincidí con él en persona una legislatura (2019) pre-COVID, y estaba entonces en comités donde no tenía mucho que hacer. Había hablado con él varias veces, y era alguien que llenaba la habitación. Un tipo brillante, apasionado, la clase de político que sabes que hará carrera. Varios compañeros habían trabajado en su campaña, y le admiraban profundamente. Era también amigo de muchísimas personas con las que trabajo, tanto en campañas como en el legislativo. Alguien que todo el mundo conocía y apreciaba. La noticia cayó como una bomba en el capitolio, en su distrito, y en el mundillo político del estado. Una tristeza inmensa.
El viernes por la noche, en Middletown, un grupo de activistas y legisladores locales organizaron una vigilia para honrar la memoria de “Q” en una de las plazas de la ciudad. Era el día de Reyes; las luces de Navidad aún estaban encendidas. Una multitud cubrió el césped, hasta el punto de que la policía tuvo que cortar dos calles cercanas. Todo el mundo estaba allí, desde el Speaker hasta la vicegobernadora (“Q” representaba el que había sido su distrito). Hubo elegías, anécdotas, recuerdos y abrazos. Muchas lágrimas.
Alguien recordó desde el escenario una frase que “Q” gustaba de repetir al hablar de legislación, en las interminables reuniones del capitolio: “Just save some damn lives. Come on now, people. It’s not that hard.”
El cuatro de enero empezaba una nueva legislatura. El cinco, de madrugada, terminaba una vida. Espero que este año hagamos una fracción del bien que hizo “Q” en Middletown y en el capitolio. Y aprobemos alguna ley que valga la pena.
Pues que pena, la verdad.
Que lastima! Y que injusticia.