La historia de “Hamilton”, el musical de Lin-Manuel Miranda sobre la vida y muerte de uno de los padres fundadores, empieza con una actuación de leyenda. El 12 de mayo del 2009, Barack Obama celebró una sesión de poesía y música en la Casa Blanca, una de esas cosas que parecen provenir de un planeta distinto a la galaxia Trump actual. Lin-Manuel Miranda por aquel entonces era un niño prodigio del musical americano, habiendo estrenado “In the Heights” hacía un par de años. Alguien se olía que llevaba un material especial, porque le colocaron el último.
Miranda se plantó delante de la sala, y anunció que estaba preparando un nuevo proyecto, un concept-album de hip hop sobre la vida de Alexander Hamilton. Hizo esto:
Es el primer número, sin apenas cambios, del que sería la canción que abriría “Hamilton” el 2015, en el Public Theater de Nueva York. El musical fue ensalzado por los críticos como una obra maestra de inmediato, y conseguir entradas se convirtió en algo caso imposible. A los pocos meses dio el salto a Broadway, ante la histeria del público musicales de Nueva York, famosos y hipsters. Encontrar entradas por menos de $700 se convirtió en una quimera. A finales de año, ante el frenesí colectivo, Miranda sacó el álbum del musical, donde arrasó en streaming y en ventas; es el álbum de Broadway más vendido de todos los tiempos. “Hamilton” se convirtió en un fenómeno de masas.
¿Qué tiene de especial este musical? “Hamilton” es una biografía de Alexander Hamilton, uno de los autores principales de la constitución de los Estados Unidos, mano derecha de George Washington, primer (y brillante) secretario del tesoro, escritor prolífico y héroe nacional, algo que desde luego no parece ser materia para un musical (véase el otro musical sobre los padres fundadores, 1776, que es un soberano peñazo). Es una obra que tiene una canción que es un debate sobre política monetaria, otra sobre el discurso de despedida de Washington y otra sobre el acuerdo para decidir dónde estaría la capital de Estados Unidos.
Es algo que no debería funcionar en absoluto, pero en “Hamilton” funciona.
Todo el musical es una mezcla de hip hop, R&B, pop, soul, y canciones tradicionales de Broadway. El reparto está compuesto íntegramente por actores de color (con la única excepción del Rey Jorge III), todos interpretando los muy, muy blancos y muy, muy aristócratas padres fundadores. La producción tiene una energía, una urgencia imparable, reflejando en canciones y baile el ansia de libertad, el fervor revolucionario, la extraordinaria modernidad de esos años. Es una obra maestra, una de las mejores obras de arte producidas en Estados Unidos en las últimas décadas.
Tras cinco años en Broadway y con los teatros de todo el país cerrados por la epidemia, “Hamilton” ha vuelto al centro del debate estos días. Tras años de espera, una versión filmada de la obra con el reparto original filmada el 2016 está disponible en streaming en Disney+ (también en España, si no estoy equivocado). Si el disco era fantástico, verlo como obra de teatro, aunque sea filmada, es aún mejor.
“Hamilton”, visto ahora, es también un musical distinto a cuando se estrenó hace cinco años. En el 2015, el musical fue recibido como una obra definitoria de los Estados Unidos bajo Obama - optimista, vibrante, rabiosamente multicultural, erudito a la vez que moderno. “Hamilton” era una obra donde aquellos que no formaron parte del proceso que fundó el país, los inmigrantes, la gente de color que no sale en los cuadros de la época, reivindicaba y se apropiaba de los ideales de libertad, igualdad y rebeldía de los padres fundadores. Estados Unidos como un país que admite a todos, un lugar en constante mejora, siempre avanzando hacia a more perfect union, en la expresión que tanto le gustaba repetir a Obama.
Ese optimismo liberal-progresista se truncó en noviembre del 2016 con la victoria de Donald Trump. Para muchos, este mensaje de inclusión súbitamente parecía ingenuo. Para otros, la “Hamilton” no era más que otra hagiografía de los padres fundadores que dejaba de lado el pecado original de Estados Unidos, el racismo y la esclavitud, simplemente explicando historia blanca con actores negros. Escribir artículos críticos sobre “Hamilton” es uno de los deportes favoritos de la intelligentsia americana progre estos días, porque Dios nos libre de decir que nos gusta algo que es popular. Creo que es la única obra de teatro reciente que tiene una obra de teatro dedicada a enviarla a parir de arriba a abajo, algo que me parece un poco excesivo.
Por supuesto, “Hamilton” es una obra maestra, pero no es un musical perfecto, ni mucho menos. Es una obra increíblemente compleja, donde el texto y partitura en sí juegan con el contexto de cómo se hablan y describen a los padres fundadores en Estados Unidos. Es cierto que “Hamilton” glosa en gran medida el hecho de que casi todos los héroes de la historia tenían esclavos y exagera el abolicionismo de su protagonista. Es cierto también que refuerza el mito del inmigrante que llega con nada y cambia el mundo de forma bastante ingenua, y es cierto que simplifica algunas cosas en demasía.
También, a su vez, cada uno de estos agujeros recalca parte del mensaje de la obra. Que la obra no hable sobre esclavitud es muy visible precisamente porque los actores que no hablan sobre ella son negros. Que Hamilton sea un inmigrante que llega a lo más alto es un cliché, pero es también algo que nunca se incluye en cómo se habla de los padres fundadores, que siempre son descritos como honestos hombres blancos anglosajones de Virginia de toda la vida. Uno de los temas principales de la obra es el legado, el formar parte de la narrativa. “Hamilton” reivindica que las historias revolucionarias de los blancos son la misma historia que la emancipación en los 1860s, el movimiento de los derechos civiles en los sesenta o Black Lives Matter ahora mismo. No es casualidad que el único personaje interpretado por un actor blanco (y el único que tiene canciones tradicionales estilo Broadway) es el Rey Jorge. “Hamilton” nos recuerda quiénes son los opresores.
Estados Unidos hoy es un lugar muy distinto, ciertamente. Hemos pasado de un presidente que encarnaba la promesa de la diversidad y una sociedad abierta a uno que lo ve como una amenaza. Hay protestas en las calles; el país ha fracasado estrepitosamente conteniendo una epidemia. Hablar de revolución el 2015 tiene un sentido completamente distinto al que tiene ahora, con casi 130.000 muertes por coronavirus, una economía cada vez más frágil y un fervor renovado para acabar con el racismo.
Escribo esto el 4 de julio. “Hamilton” será mejor o peor, pero es increíblemente relevante.
Bolas extra:
Creo que Estados Unidos es la única democracia desarrollada donde el derecho a votar es un tema aún a debate - y donde un partido y sus jueces están decididos a restringirlo.
Trump ha hecho su mensaje principal de campaña la lucha contra “el fascismo de izquierdas”. Su discurso el viernes en el Monte Rushmore fue espantoso.
Incluso los republicanos empiezan a estar nerviosos con el racismo galopante de Trump. No que nadie haya dicho nada en contra en voz alta, ¿eh? Están nerviosos en privado.
No hace falta decirlo, pero bueno: no sé a qué esperáis para apuntaros a Disney+ un mes y ver “Hamilton” ahora mismo. Avisados estáis que seguirla requiere un nivel de inglés alto (es un texto detallado hasta decir basta, y cantan rápido), pero con subtítulos se siguen bien. Insisto, no os vais a arrepentir.
No, no tengo acciones de Disney.