Una de las quejas más frecuentes sobre Hartford, Connecticut (y que es común a muchas ciudades americanas) es que son un desierto fuera del horario de oficina. La rutina de la ciudad es atascos para entrar de siete a nueve de la mañana (en el caso de Hartford, muchas compañías de seguros entran a las 7:30), oficinas llenas y cierto bullicio, y atascos para salir de tres a seis, cuando todo el mundo se marcha a casa. Por la tarde y por la noche, calles y edificios vacíos, todo cerrado, y ni un alma por la calle.
Como casi todo en Estados Unidos, esta clase de organización urbana no es fruto del aprecio de los americanos por los suburbios, sino de decisiones concretas sobre usos del suelo y urbanismo.
Euclides, urbanista
En los años cincuenta y sesenta, los planificadores de este país se obsesionaron con crear barrios y núcleos urbanos especializados en un solo uso. Una zona residencial es únicamente residencial, sin comercio, industria, ocio, oficinas, o lugares de trabajo. Una zona comercial es únicamente comercial, sin casas, ni oficinas, ni restaurantes, sino sólo con tiendas y grandes almacenes. Esta clase de urbanismo se le llama, por azares de la vida, Euclidean Zoning (urbanismo Euclideano), no por la belleza geométrica de los planes parciales, sino por un célebre caso ante el tribunal supremo entre el municipio de Euclid, Ohio, y una inmobiliaria, que precisamente certificó la validez legal de esta clase de limitaciones de uso sobre la propiedad privada.
Regulaciones de urbanismo, por supuesto, las hay en casi todas partes, pero los municipios de Estados Unidos adoptaron su uso con una devoción y ansia de controlar todo lo que sucede que daría vergüenza ajena a un planificador soviético. Ya he hablado alguna vez por aquí como en muchos lugares (léase Connecticut) los suburbios utilizaron (y siguen utilizando) las leyes urbanísticas para mantener a pobres e indeseables (léase minorías) fuera del pueblo. A esta clase de desastre, los urbanistas en muchas áreas metropolitanas añadieron una fascinación casi demente con planteamientos estilo Le Corbusier pero aplicados con la habitual incompetencia militante de este país. Ya hablé sobre la afición americana de demoler ciudades para llevar autopistas al mismo centro. La puntilla, en muchos sitios, fue prohibir que en el centro hubiera nada que no fueran oficinas.
Mi ejemplo favorito es Albany, la capital de Nueva York, donde el gobierno estatal decidió intentar “salvar” a la ciudad literalmente volando por los aires 40 hectáreas del centro y construir un complejo de oficinas añoslucista para albergar a sus funcionarios.
Mirad qué bonito que queda, así integrado en el tejido urbano. El huevo gigante es un teatro la mar de acogedor.
Los efectos de la especialización
Empire State Plaza es un caso extremo de “reconstrucción con bulldozers” pero para sitios como Boston o Hartford, aunque menos lobotomizados, el efecto es similar.
Desde el punto de vista del gobierno municipal, las oficinas tienen la ventaja de que sus propietarios no votan, así que puedes crujirles a impuestos, y que sus inquilinos no tienen hijos, así que no te llenan las escuelas de renacuajos que necesitan una educación. A corto plazo puede parecer buena idea, pero el problema surge cuando este monocultivo te deja el centro sin vida, y tu base fiscal completamente dependiente de la existencia de miles de oficinistas.
Pongamos, por ejemplo, el caso de Boston, descrito en este estupendo artículo del NYT. En el downtown (el centro) de la ciudad, un 83% de la superficie construida son oficinas. En San Francisco, un 74%; Chicago, un 68%. Estas cifras son más o menos sostenibles en un mundo donde la gente va a la oficina o, en el caso de Boston, tu ciudad es lo suficiente compacta como para que el centro ocupe relativamente poco espacio. Sí, tu ciudad será un lugar rematadamente aburrido y con una calidad de vida un tanto deprimente para los que siguen viviendo allí, pero bueno, eso nunca parece importar a los urbanistas demasiado.
Pero claro, tras la pandemia, es muy posible que muchos de esos oficinistas en los rascacielos de tu downtown no vuelvan. En vez de tener un barrio deprimente que te sirve al menos para recaudar impuestos, lo que ahora tienes es un barrio deprimente repleto de edificios vacíos sin valor alguno. Es decir, tienes un problema grave.
Soluciones
En contra de lo habitual en Estados Unidos, no todas las ciudades van camino de comerse la galleta de oficinas abandonadas con la misma intensidad. En los últimos años muchas ciudades se han dado cuenta de que a muchos millennials les gusta vivir en zonas densas y con cierta actividad, y han intentado reactivar su centro urbano con más viviendas, lugares de ocio y comercio:
En otras ciudades han recuperado su centro urbano llenándolo de hoteles (Denver, Austin), cosa que es un pequeño problema durante una pandemia, al menos por ahora. Aun así, parece claro que en muchos lugares se van a ver obligados a repensar qué hacen con todos esos rascacielos acristalados, y lo van a tener que hacer deprisa.
Es algo que el que será casi seguro el próximo alcalde de Nueva York, Eric Adams, parece entender bien:
En una ciudad donde la vivienda es tan cara como Nueva York o Boston, esta solución parece bastante obvia. El problema es en lugares como Hartford o Cleveland, donde la demanda de vivienda es menor y los precios son relativamente bajos. Los precedentes, en estos casos, son poco halagüeños; el cierre de los department stores (grandes almacenes, estilo el Corte Inglés) y cines con la emergencia de los malls en los suburbios dejaron vacíos que nunca acabaron de volver a llenarse. Será un golpe (otro más) a esas ciudades medianas y pequeñas que se han quedado atrás.
Otra vez.
Bolas extra:
Si no habéis visto aún In the Heights, tenéis que verla. Es una delicia. Y sí, habrá un artículo sobre ella pronto.
Mitch McConnell concede una entrevista al Atlantic, cosa que es bastante inusual. Es el hombre más honesto de Washington; es un sociópata, y lo dice bien claro cada vez que le preguntan.
Amtrak ha firmado un contrato con Siemens para comprar 83 trenes nuevos y jubilar, al fin, los vetustos Amfleet de su flota. El problema es su coste: 4.900 millones de dólares, o básicamente el triple de lo que paga un operador europeo medio por material similar. El motivo es que en Estados Unidos hay un fabricante que se podía presentar al contrato (que incluye tractoras y coches) con fábricas en el país, Siemens. Así que les han cobrado lo que han querido.
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