El último Howard Johnson’s cerró esta semana en Lake George, Nueva York.
Si el nombre os suena familiar, será casi inevitablemente por un memorable episodio de Mad Men en el que Don Drapper, que los tiene como clientes, pasa un fin de semana en uno de sus hoteles. En sus años de esplendor en la década de los setenta, esta cadena de restaurantes tenía más de mil establecimientos por todo el país. Howard Johnson’s fue pionera en muchas cosas, desde el modelo de franquicias, menús unificados en todo el país, a servir lo que los americanos llaman comfort food, que da para todo otro artículo. En muchos sentidos, son uno de los inventores de cómo comen los americanos hoy. Como restaurantes, no eran especialmente buenos; sólo comí una vez en uno (en Waterbury, Connecticut, poco antes de que cerrara) porque el nombre tenía cierta historia, pero era un sitio bastante infame.
La cadena, sin embargo, despierta cierta nostalgia; es uno de esos artefactos del pasado legendario de Estados Unidos, la época indefinida que va desde los años veinte a finales de los sesenta. Se dice a menudo que este es un país sin historia, pero no es del todo cierto. Los americanos miran al pasado con un fervor y atención casi chocantes, obsesionados con lo que fueron y quieren ser.
Estuve en Lake George hace unos años, para una boda. El pueblo está al lado del lago del mismo nombre, a unos 340 kilómetros al norte de la ciudad de Nueva York. Es un sitio precioso, rodeado de colinas y montañas cubiertos de enormes bosques de cedros, pinos, y abetos. A finales del s.XIX y principios del XX fue el lugar de veraneo de las grandes fortunas de la segunda revolución industrial; los Roosevelt, Rensselaer, Vanderbilt, Rockefellers y otras familias acaudaladas construyeron hoteles opulentos y enormes mansiones en sus orillas.
Allá por los años treinta, los millonarios empezaron a cansarse del lugar; tras la guerra, la era de la aviación comercial hizo que buscaran otros destinos. Su lugar lo ocuparon la nueva y radiante clase media americana; la generación de Don Drapper, que hicieron de la región un lugar lleno de minigolfs, paseos en barca, drive ins, y restaurantes y hoteles familiares como el HoJo inmortalizado en la serie. Pero nada en Estados Unidos dura eternamente, y allá por los ochenta era un destino turístico un tanto anacrónico y pasado de moda. Los boomers se iban a Florida, o al Caribe, o a Europa, no a hotelitos kitsch a cuatro horas de coche. Lake George está hoy plagado de hoteles, resorts y atracciones turísticas medio abandonadas, y el pueblo tiene el encanto de lo decadente, de una ciudad que se quedó anclada en 1967 y nunca consiguió acabar de salir.
No lo voy a negar - me encantó. Este es un país que cambia, avanza, y se mueve hacia adelante sin cesar, cogiendo, procesando, y abandonando ideas a una velocidad temible. En Europa las cosas nunca pasan del todo de moda; una ciudad puede languidecer, pero no perder dos tercios de su población en tres décadas. Los negocios abren y cierran, pero no se abandonan; en Estados Unidos, lo que dejan atrás son ruinas. Este es un lugar donde se demolieron barrios enteros para abrir autopistas, o donde distritos enteros de ciudades que solían ser prósperas se convierten en solares vacíos y enormes fábricas abandonadas. Aunque casi todo el país fue construido anteayer, el pasado parece antiguo, casi cuestión de arqueología. En un país tan cambiante, tan inquieto, la historia no es larga, sino densa. Mirar décadas atrás es como mirar a otro mundo.
Lake George es como una ventana a uno de esos mundos. Estos días el turismo en la región goza de mejor salud, en parte porque de tan pasado de moda ha recuperado parte de su encanto. Y la naturaleza allí es tan absurdamente bonita que, aunque la comida siga siendo mala, basta mirar por la ventana para sentirte mejor.
Lo fascinante, en muchos sentidos, es que gran parte de ese pasado es inventado. Estados Unidos mira atrás mediante la literatura, el cine y la televisión; los felices años veinte, la depresión, la guerra, y la dorada hegemonía de los cincuenta se basan en recuerdos construidos en parte por la cultura popular y el extraordinario volumen de producción audiovisual de este país. Si la mención de Howard Johnson’s os sonaba de algo no era por tener recuerdos directos sobre esos hoteles, sino por verlos en Miss Maisel, o Mad Men, o en Marnie. Si habéis visto Dirty Dancing (que está ambientada un poco más al sur, en los Catskills) todos los hoteles de Lake George os parecerán familiares. Siendo europeo y no habiendo crecido aquí, nunca deja de sorprenderme lo increíblemente familiar que es Estados Unidos, gracias a su enorme influencia cultural. Pero los americanos también beben de esa cultura, de esa reinvención, de esas historias que cuentan de ellos mismos.
En gran medida, la política americana es, desde hace décadas, un debate sobre qué sucedió en los años sesenta; el país lleva relitigando esa década sin parar desde entonces. Para la izquierda, los sesenta representa el cumplimiento de la promesa del New Deal y la guerra; derechos civiles, igualdad, un gobierno activista y decidido. Para la derecha, es la disolución del contrato social de los años cincuenta y la creatividad de los años veinte; de estabilidad, crecimiento económico, prosperidad y un gobierno que no se mete donde no le llaman. La América del Gran Gatsby y la de Don Drapper apenas están separadas por cuarenta años, pero son dos planetas distintos. Y Estados Unidos no ha dejado de mirarlos con lupa, sin descanso, desde entonces, en libros, series, películas y videojuegos, cada uno una revisión de lo que son y quieren ser.
La obsesión con la propia historia, por supuesto, no es exclusiva de Estados Unidos. En España vamos a estar litigando la Guerra Civil (y la de Sucesión, y las Carlistas…) hasta el fin de los días; todos los países lo hacen. El peso de la historia es el mismo, pero este es un país joven y hay menos de esta. Es densa. Es complicado entenderla, y es fascinante seguirla.
Volviendo a Mad Men, si me permitís: