Esta es la historia de políticos idiotas incapaces de entender las cosas más obvias. O más en concreto, sobre cómo la gobernadora del estado de Nueva York decidió cancelar una tasa de congestión en la ciudad más grande de Estados Unidos tres semanas antes de que entrara en vigor, tras cientos de millones de dólares de inversión.
Es una historia increíblemente estúpida.
La isla
La ciudad de Nueva York tiene problemas de espacio. Supongo que la habréis visto en los mapas, porque es algo bastante evidente: su centro urbano y área más densa, donde más rascacielos, teatros, negocios y todo lo que uno espera de una gran ciudad, están situados en una isla alargada al fondo de un puerto natural, justo en la desembocadura del enorme río Hudson.
Uno no hace falta ser un ingeniero de tráfico o un profundo conocedor de movilidad urbana para darse cuenta de que mover a millones de personas en este lugar es complicado, y que es esencialmente imposible hacerlo sin montañas de trenes. Es también relativamente obvio que dada la densidad de edificios es completamente imposible depender del vehículo privado para prácticamente ninguna clase de desplazamiento.
Muchos de sus habitantes, de hecho, ni se preocupan en tener un coche propio; menos de la mitad de nuevayorkinos tienen uno. En algunas zonas, como en Manhattan, menos de una quinta parte.
Dado que Manhattan tiene tantos destinos, sin embargo, muchos residente de los barrios más alejados o suburbios de fuera de la ciudad optan por coger el coche para ir al trabajo o al teatro. Por una serie de accidentes históricos que no vienen al caso, muchos de los puentes y autopistas que dan acceso al centro están libres de peaje1, así que el único coste de entrada es el tiempo perdido en monumentales atascos. La mayor parte de Manhattan está completamente atestada de coches la mayor parte del día, y desplazarse dentro de la ciudad en cualquier vehículo de superficie es un suplicio.
Peajes y trenes
La solución obvia a esta clase de problemas no es ningún misterio. Por un lado, más transporte público, ampliando el enorme (y vetusto) metro y cercanías de la ciudad. Por otro, aprovechando que la ciudad está en una isla y restringir acceso es muy fácil, se puede imponer una tasa de congestión para que cualquier conductor que quiera ocupar el escaso e increíblemente valioso y limitado espacio público en la ciudad más rica y densa del país con su cacharro contaminante de dos toneladas tenga que pagar por su coste.
Un peaje, vamos. Lo mismo que vemos en lugares como Londres o Estocolmo.
Allá por el 2017, tras años de mantenimiento insuficiente, incompetencia y gestores chapuceros, el metro de Nueva York sufrió uno de los peores veranos de su historia, con averías constantes y cierres de líneas. El gobernador por aquel entonces, Andrew Cuomo, desesperado ante la crisis, nombró a un inglés inusualmente competente como presidente de la MTA (Metropolitan Transit Authority), Andy Byford, y le encargó un plan para resucitar el metro. Lo que no tenían, sin embargo, era dinero, y Cuomo no era la clase de tipo que propone una subida de impuestos para pagar nada. Así que resucitó una idea que llevaba dando tumbos desde 19592, los peajes de congestión, con la idea de utilizar los ingresos para cubrir los costes.
Se hicieron estudios y análisis, y tras dos años de debate, los legisladores estatales aprobaron la propuesta en abril del 2019, imponiendo un peaje a todo aquel que quiera circular al sur de Central Park.
Durante los cinco años siguientes, una cantidad absolutamente demencial de agencias municipales, estatales y federales hicieron montañas de análisis para descifrar cómo implementar este proyecto, que consiste, insisto, en algo parecido a cobrar $15 a todo vehículo que quiera circular al sur de la calle 61 en Manhattan. Por motivos que se me escapan, este proceso incluyó un estudio de impacto ambiental de cuatro mil páginas que descubrió, oh sorpresa, que cobrar peajes para que la gente use menos el coche y más el transporte público reduce la contaminación. Hubo una cantidad demencial de consultas y paneles, audiencias y debates, y muchos, muchos abogados.
Tras toda esta sangre, sudor y lágrimas (y cientos de millones de dólares en consultores), la MTA finalmente empezó a instalar las cámaras automáticas para cobrar la tasa. El plan era que entraran en servicio el 30 de junio, tras invertir más de 500 millones montándolas y varios cientos más en papeleo.
No serán puestas en funcionamiento, porque ayer la gobernadora del estado de Nueva Tork, Kathy Hochul, anunció la suspensión de la tasa de congestión por “un periodo indefinido”.
Cobardes y política
La tasa de congestión ha sido, como todas las tasas de congestión en todos los lugares en los que se ha implementado, una medida polémica. Aunque el porcentaje de personas que acceden a Manhattan en coche es increíblemente pequeño (un 5% de los residentes y un 16% de los que vienen de fuera3), resulta que son una minoría vociferante, ruidosa y con dinero, y por lo tanto la mar de influyentes. Muchos son residentes de distritos representados por legisladores republicanos que los demócratas quieren derrotar en noviembre que se han opuesto a los peajes con el histerismo habitual del GOP estos días.
Los líderes demócratas del congreso creen que para recuperar la mayoría en la cámara de representantes en noviembre, es imperativo recuperar estos escaños, así que le han pedido a Kathy Hochul que bloquee la entrada en vigor de la tasa de congestión. Así que, con tal de satisfacer a ese 16% de tarados que cogen el coche para entrar en Nueva York cada mañana, han bloqueado una medida que iba a reducir la congestión en la ciudad, generar montañas de dinero para transporte público, y tener un impacto básicamente nulo entre sus residentes, y nétamente positivo entre los más pobres, que ni de coña pueden permitirse un coche en esta ciudad.
Lo que Hochul y todos los idiotas que parecen asesorarla olvidan es que las tasas de congestión suelen ser impopulares justo antes de su entrada en vigor, pero una vez son implementadas, funcionan increíblemente bien. La experiencia de Estocolmo, por ejemplo, es clara:
Esta es una de esas medidas de políticas públicas que una vez están en vigor y empiezan a dar los resultados prometidos, los votantes realmente están contentos con ello. Los “perdedores” de los peajes son, abrumadoramente, gente con dinero que insisten en utilizar el medio de transporte más ineficiente posible para desplazarse. Los ganadores son el 90% largo de habitantes que respirarán mejor, tendrán mejor transporte público, y los días que cojan el autobús o un taxi, se desplazarán mucho más deprisa en calles con muchos menos coches.
Estupidez multivariada
La estupidez de Hochul, sin embargo, va mucho más allá. Políticamente, la idea de que una “suspensión indefinida” le dará votos en esos distritos es absurda. Los votantes indignados (que son una minoría ínfima, insisto) con esta medida tendrán serias dudas sobre si será resucitada tras las elecciones, y los republicanos en esos escaños harán campaña sobre esos temores. En vez de convertir la polémica en un tema ganador (“ha entrado en vigor y funciona bien”) ha conseguido que esto se debata sin cesar durante los próximos seis meses en términos estrictamente negativos - y con el agravante que el 84% largo de votantes que no usa el coche tendrán motivos de sobra para estar igualmente indignados.
Empeorando aún más las cosas, la suspensión de los peajes sin aviso alguno deja a la MTA con un agujero colosal en sus presupuestos. Tenemos, por un lado, la montaña de dinero que debe a las empresas que han montado todo el sistema de peajes automáticos, que ahora son piezas de mobiliario urbano sin utilidad alguna, y también todo lo que les habían prometido pagar por gestionar el sistema. Uno de los problemas endémicos de la contratación pública en Nueva York (y uno de los motivos de sus elevadísimos costes) es su reputación de ser clientes horripilantes que cambian diseños y estándares sin aviso ni motivo aparente. Esta colosal pifia política no ayudará demasiado.
Aparte de los peajes en sí, la MTA tiene multitud de proyectos urgentes o presupuestados o en ejecución que iban a ser pagados con los ingresos de esos peajes. Esos mil millones anuales se han vaporizado por completo, dejando a la agencia con múltiples facturas impagadas y obras sin fondos para ser ejecutadas. Hochul, en su inmensa sabiduría, ha propuesto una subida de las cotizaciones sociales a las empresas de Nueva York para financiar la MTA, pero es harto improbable que el legislativo estatal le haga caso. Aparte, claro esta, que nada dice “medida para hacer que la ciudad sea más asequible” que un impuesto regresivo sobre los asalariados. La medida es tan torpe que las asociaciones empresariales de la ciudad han pedido públicamente a Hochul que por favor se deje de tonterías y deje que los peajes entren en vigor.
Los grupos que defienden el transporte público, el buen urbanismo, y la práctica totalidad de la izquierda en el estado (incluyendo WFP) han salido también en tromba contra Hochul. Los únicos que parecen estar contentos con su decisión son el gobernador y políticos de Nueva Jersey (que no le votan4), los legisladores republicanos que quiere derrotar y Donald Trump.
Un problema endémico
En muchos sentidos, esta es la clase de decisiones que definen al partido demócrata en Nueva York en particular, y en muchos lugares en los que gobierna en general: una coalición de políticos cobardicas, poco ambiciosos, y con un miedo atroz a hacer nada que pueda ofender a nadie, sin el más mínimo interés de solucionar problema alguno. En Nueva York, por desgracia, esta incompetencia no tiene consecuencias políticas graves para los idiotas al mando, ya que el estado es tan progresista que incluso alguien tan torpe como Hochul pueda mantenerse en el cargo. Joe Biden ganó el estado por 23 puntos el 2020; Hochul lo hizo por apenas seis, pero sigue en el cargo.
Ahora mismo, parece relativamente claro que el plan de peajes está muerto, al menos hasta noviembre. Seguramente habrá algún grupo de activistas que presentará una demanda contra la MTA por incumplir la ley que establecía los peajes, que ocupará el lugar de las demandas (ahora en pausa) de Nueva Jersey quejándose que las 4000 páginas de informe ambiental eran insuficientes.
Lo que no os podéis imaginar es profundísimo cabreo que he cogido con esta noticia, por supuesto. O bueno, quizás sí.
Bolas extra:
Hablando de metros, en el próximo número de Jotdown en papel, centrado en ferrocarriles, publico un artículo de 2500 palabras sobre el metro de Nueva York.
Los sondeos tras el veredicto contra Trump se han movido apreciablemente (2-3 puntos) hacia Biden. Es pronto para llegar a grandes conclusiones, pero parece que algo ha hecho.
El caso criminal contra Trump por intentar subvertir el resultado electoral en Georgia está suspendido hasta que se resuelva un recurso contra la fiscal. El tribunal que lo ha admitido a trámite está compuesto íntegramente por jueces republicanos. Esto quiere decir, por tanto, que es casi imposible que ninguno de los tres casos criminales pendientes vayan a juicio antes de las elecciones.
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Los puentes y túneles desde Nueva Jersey son de peaje; los puentes desde Brooklyn, Queens y el Bronx no, con la excepción del RFK (Triborough). Los túneles, sin embargo, sí son de pago.
La propuesta original era de William Vickrey, un economista de Columbia, premio Nóbel en 1996.
La mayoría son policías y bomberos, por cierto, que no pagarían peajes. El porcentaje real de trabajadores afectados es sobre un 2% del total de gente que va a trabajar a Manhattan.
El otro estado vecino, Connecticut, no se ha opuesto a la tasa en absoluto, por cierto.
¡Magnífico artículo, Roger! Admirablemente bien expuesto. Por cierto, por el tono, creo que nos queda claro el cabreo que supone para ti esta recogida de cable de la gobernadora Kathy Hochul.
Solo quería plantear una cuestión. Y es que afirmas que la tasa de congestión, a pesar de su impopularidad inicial, es acogida finalmente por la población. Y para ello das el ejemplo de Suecia. ¿No crees posible que iniciativas que funcionan bien en otros países puedan funcionar mal en EE. UU.? Los suecos son en general una sociedad sofisticada y de mentalidad abierta, en cierto modo a las antípodas de los estadounidenses.
Gratas horas,
Daniel
Muy interesante