En otro tiempo y otra época, allá por junio del 2024, el consenso entre los expertos era que los debates presidenciales no solían cambiar gran cosa.
A pesar del ruido y la expectación mediática, los dos candidatos en el escenario solían ser personajes conocidos, bien por ser políticos de carrera, bien por haber estado en campaña durante más de un año. La inmensa mayoría de votantes les conocía bien, y como consecuencia, tenían una opinión formada sobre ellos. La audiencia de los debates era en su mayoría gente que se interesa por la política, que suelen tener una ideología bastante consolidada. La identificación partidista hacía el resto: estos votantes suelen darle la razón a quienes son de su cuerda, y suelen ver como ganador a su candidato, así que muy pocos cambiarán de opinión.
Este análisis, por supuesto, no es que fuera del todo aplicable a ese debate presidencial de finales de junio del 2024, en el que uno de los candidatos se pegó el mayor castañazo autoinflingido de la historia americana reciente y se suicidó políticamente en unos horribles, agónicos noventa minutos.
Vaya, quizás los debates presidenciales sí que cambian las cosas de vez en cuando. Y de qué manera.
El pre-partido
Han pasado algo más de dos meses, y esta noche asistiremos al segundo debate presidencial de este ciclo político. Tras la explosión termonuclear que fue el primer evento, es casi imposible que este llegue al mismo nivel de consecuencias para los implicados, pero quién sabe.
Lo que está claro es que tanto Donald Trump como Kamala Harris están actuando con muchísima cautela estos días previos al debate. Lo habitual es que ambas campañas se dediquen a crear expectativas para su candidato para influir en las reacciones y análisis posteriores de los expertos, que suelen tener un peso desmedido en el relato de qué ha sucedido en días posteriores. Quienes van por detrás en los sondeos hablan sobre cambiar la narrativa, dejar claro las debilidades de su oponente. El favorito habla sobre desesperación y confianza. Ambos insisten que su contrincante es mucho mejor que ellos debatiendo e insisten en que se les debe juzgar sobre el baremo de si consiguen igualar al genio que tienen delante, y que eso sería un éxito.
Mi sensación es que ambas campañas están bastante asustadizas, porque apenas ha habido ruido y artificio pre-debate. Harris insiste que no es la favorita; Trump incluso se está preparando el debate, algo que no suele hacer demasiado a menudo.
¿Qué podemos esperar?
Mi sensación es que este debate seguramente no será tan importante como el primero, pero que puede ser potencialmente más relevante que de costumbre.
Tenemos, por un lado, una candidata demócrata relativamente desconocida de la que un porcentaje considerable de votantes (sobre una cuarta parte, según el sondeo del NYT de este fin de semana) quieren aprender más sobre sus ideas antes de formarse una opinión. Los republicanos parece que han conseguido identificar a Harris como una progresista con cierto éxito, pero en un debate, hablando sobre sus ideas sin filtros, tiene la oportunidad de girar hacia el centro. Me sorprendería mucho que no dijera algo básicamente dirigido a indignar al ala izquierda del partido, la verdad.
Por otro lado, tenemos a ese señor naranja. Trump es un mal conocido (corrupto, golpista, autoritario, racista, caótico, impresentable), pero sigue estando esencialmente empatado en los sondeos. Sus índices de aprobación están, inexplicablemente, en máximos históricos. A su vez, se está topando con esta clase de titulares en los medios, algo que a cierto demócrata a punto de jubilarse le sonará familiar:
No sé si recordaréis, allá en los lejanos días de la candidatura de Biden, el análisis estratégico que llevó a su equipo a aceptar un debate presidencial antes de las convenciones, a principios de la campaña. Biden llevaba meses asediado por artículos con “dudas” y “preguntas” sobre su capacidad mental, así que optaron por demostrar su capacidad y energía con un debate temprano que les permitiría despejar cualquier duda, exponiendo a su vez la conducta cada vez más errática de Donald Trump.
Salió mal, claro. Pero la cuestión es que no era una mala estrategia.
La sombra de la locura
Un ejercicio interesante estos días es ver ese primer debate presidencial sin Biden, sólo prestando atención a Trump. Podéis mirar, por ejemplo, su respuesta sobre cambio climático, en la que tras hablar sobre sus números en los sondeos con negros y latinos y las declaraciones de Biden sobre el crimen, acaba diciendo que gracias a él tenemos la H2O (sí, dicho así) más limpia y los mejores números posibles. El expresidente tuvo idas de la olla similares una y otra vez durante todo el debate, delirando vigorosamente de una burrada a otra. Dado que Biden estaba demasiado ocupado intentando mantenerse consciente esa noche, incapaz de responder a nada, los exabruptos y vomitera retórica trumpiana quedó en segundo plano. Ante un oponente no competente, sino normal, la actuación del candidato republicano hubiera sido vista como un ridículo tremendo. Trump tuvo una muy mala noche en junio. Lo que le salvó fue el espanto de Biden.
Lo más probable es que esta noche Trump no suba al escenario tan seguro de si mismo que en su debate con Biden. Sabe que tiene que ser más disciplinado, y sabe que es improbable que Harris se derrote a si misma como hizo Biden. Pero esta vez los focos van a estar siguiéndole con la misma mirada inquisitiva y escéptica que condenó a su oponente hace dos meses, y tiene ante sí alguien que no sólo viene a atizarle, sino que siendo como es una fiscal de carrera, lo hará con la clase de frialdad profesional que crearía un contraste inmediato si se sale de tono o pierde el hilo del debate.
Volvamos al principio: los debates no suelen cambiar las cosas porque los votantes suelen tener opiniones bien formadas sobre los candidatos. El problema es cuando el debate confirma una impresión negativa previa de esos votantes de manera que algo que era tolerable se convierte en la impresión dominante sobre este. En junio, esa idea era “Biden es viejo”; esta noche, quien corre el riesgo de comerse esa vejez con patatas es Trump.
Harris y los fantasmas del 2020
Que el debate entraña más riesgos para Trump que para Harris, no obstante, no significa que la vicepresidente no pueda meter la pata. Harris tiene la imagen de ser una candidata un poco artificial, postiza, fruto de su mediocre campaña en las primarias del 2019. Una actuación demasiado fría, preparada o mecánica puede hacerle daño. Es también vista como demasiado progresista, también el resultado de las muchas tonterías1 que los demócratas soltaron el 2019-2020 cuando creían que Bernie Sanders era el rival a batir en esas primarias. Trump intentará acusarla de ser una izquierdista que oculta su agenda, o una persona sin convicciones que ha cambiado de opinión en todos los temas que le convienen2.
Estos errores potenciales, sin embargo, refuerzan las impresiones negativas de los votantes republicanos, no necesariamente del resto. Una metida de pata de Harris sería dañina más por ser una oportunidad perdida de no hacer daño a Trump en un debate que algo catastrófico para su campaña. Una noche espantosa de Trump, en cambio, sí puede tener consecuencias más duraderas, ya que ahora mismo va por detrás en los sondeos y su principal vulnerabilidad (está perdiendo la cabeza por la edad) es algo que no puedes borrar una vez la has pifiado.
Resumiendo
Lo más probable es que este debate no sea gran cosa. Tras uno tan devastador e histórico, merecemos una reversión a la media, aunque sea para apaciguar a los dioses de la Ciencia Política.
Pero de ahí a decir que los debates nunca cambian nada… me temo que eso no podremos decirlo más.
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