Nunca he ocultado en este boletín una cierta veneración por la figura de Richard Milhaus Nixon. Mi aprecio por Tricky Dick no se deriva de sus cualidades humanas, simpatía o sentido del humor (ausentes casi por completo en su persona), o por sus enormes logros políticos. No es ni siquiera esa afinidad que tienes por ese jugador macarra e impresentable al que le perdonas todo porque juega en tu equipo; es más, fue él quien puso los cimientos de la dominación republicana durante las cuatro décadas siguientes. Nixon me parece fascinante porque era una persona con un talento político colosal que estaba completamente convencido de la virtud de su causa, que acabó por sucumbir ante su falta de compás moral.
El boletín de hoy no va, sin embargo, de Richard Nixon, alguien al que le dedico directa o indirectamente dos capítulos de mi libro1. Hoy toca hablar de uno de sus compañeros de viaje en la presidencia, Henry Kissinger.
Kissinger
Vaya por delante: Kissinger era, por encima de todo, un enorme, colosal, gigantesco pedazo de mierda. Un ser vil, infecto y malvado, un cretino sin escrúpulos responsable de la muerte de cientos de miles de personas. Era también una persona brillante, un analista sagaz y alguien que (probablemente) hizo una contribución considerable en la victoria americana en la guerra fría y en la configuración del mundo actual.
No soy un experto en política exterior, así que no voy a dedicar demasiado tiempo a los logros y visión geopolítica de Kissinger. Aunque he leído muchísimo sobre el tema2, mi obsesión es más la primera guerra mundial que la guerra fría. Es indudable, creo, que la apertura hacia China fue un logro extraordinario, pero siempre he tenido la sospecha (sin confirmar) que la guerra fría se decidió antes (con Kennan y el plan Marshall), no con las acrobacias diplomáticas de los años setenta y ochenta. George Marshall, Dean Acheson y John Foster Dulles fueron mucho más importantes que él. Tampoco quiero hablar demasiado sobre la larguísima lista de crímenes de guerra de Kissinger, más que nada porque otros ya lo han hecho mejor que yo.
Dada la simpatía que siento por su jefe, entonces, quizás os preguntareis por qué Kissinger me genera repugnancia. Para empezar, Nixon quizás fuera un cretino (a ver, era un cretino), pero era alguien que genuinamente creía ser el héroe de su propia historia. El tipo tenía convicciones, odiaba a quienes en su opinión vivían en contradicción a estas3, y estaba convencido que todas sus maldades eran por un bien mayor. Kissinger, mientras tanto, siempre me pareció alguien que ansiaba el poder y el placer de ejercerlo. Era alguien que quería estar cerca de los poderosos, y susurrarles al oído sobre qué debían hacer para acumular aún más poder.
Segundo, y no menos importante, Nixon acabó pagando las consecuencias de sus fechorías. El presidente terminó su carrera sólo y amargado, su carrera política en ruinas, un ejemplo de hubris y humillación tras la caída. Kissinger, sin embargo, nunca tuvo que responder por sus múltiples actos criminales. Tras la derrota de Gerald Ford, pasó a ser un miembro respetado del establishment de política exterior en Washington, alguien que no sólo se enriqueció enormemente como “consultor”4 sino que siguió asesorando como un oráculo por un presidente tras otro5. Hay algo poético en la carrera de Nixon, la de un hombre brillante y corrompido que lo tuvo todo y acabó por destruirse a sí mismo. Kissinger, mientras tanto, no sólo se libró del Watergate a pesar de estar implicado hasta las cejas6, sino que vivió alegre y feliz hasta los cien años, venerado entre las élites del imperio que tanto había trabajado por corromper.
Todo el mundo en Washington sabía que Henry Kissinger era un psicópata desalmado, un criminal de guerra, un impresentable. Nada de eso impidió que fuera recibido en la Casa Blanca, Congreso, Departamento de Estado o allá donde le apeteciera plantarse y pontificar sin que nadie le alzara la voz, criticara lo más mínimo o decidiera darle una paliza en nombre de sus millones de víctimas. Lo difícil es explicar por qué.
El mito amoral
Mi impresión (y esto es muy subjetivo, por supuesto), es que las élites de política exterior americana veían en Henry Kissinger quizás no un modelo, pero sí alguien que les gustaría ser.
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